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martes, 18 de noviembre de 2008

la lección de ajedrez

"¡Jaque!", dijo sin ceremonia Hernando Pizarro luego de que el caballo de su reina blanca se comiera al peón del alfil de la reina negra, que no había sido jugado hasta entonces. Frente al campo visual de Pizarro una mano morena, ricamente ataviada y dubitativa se desplazaba de una pieza a otra a lo largo de su línea de defensa, sin que su dueño terminase de comprender que la torre negra estaba irremisiblemente perdida, y con ella toda posibilidad de triunfo para un novato en el ajedrez.

Atahualpa levantó la vista, se encontró con la sonrisa de mueca de su oponente y estuvo a un tris de dirigirle una mirada de rabia y amenaza, pero alcanzó a contenerse. Respiró y comenzó resignado a desplazar su rey. No lo había terminado de hacer y ya la mano blanca de Pizarro alcanzaba su caballo para ponerlo en el lugar de la torre negra, la que fue sacada del tablero con un golpe seco y de fuerza justa propinado con la base de la pieza jugada.

“Acá va montado Santiago”, dijo Pizarro bamboleando el caballo blanco que había decidido el juego, entre irónico y pedagógico, al todavía Inca del Tahuantinsuyo, quien pese a no comprender el chiste, reconoció la alusión al viracocha viejo que los españoles invocaban en las batallas. Esta vez Atahualpa no se contuvo. Se paró y con las dos manos derribó todas las piezas del tablero. Los guardias hicieron sonar sus alabardas para persuadir cualquier amenaza física contra Pizarro, pero éste no temió ni por un instante. Se levantó parsimonioso y posó su mano en el hombro de su rival, llamó al lengua y le pidió que le tradujera que le había hecho una jugada muy común en la que caían siempre quienes se iniciaban en el ajedrez, y que de ésta podía sacar lecciones para mejorar su juego. Atahualpa lo miró, dibujó una fría sonrisa, se dio media vuelta y se fue.

Una vez en sus aposentos, estando seguro de estar solo, el prisionero de los españoles se largó a llorar amargamente. Ciertamente no estaba triste por haber perdido la partida de ese interesante juego que Pizarro se había empeñado en enseñarle, del que seguramente podría obtener cierta fuerza mental utilísima para ser usada en las guerras verdaderas, si algún día salía libre. Lo que lo abrumaba fue el haber acabado el juego tal como lo hizo, porque reconocía en ese gesto una frustración similar a la que sintió el día en que invocó el Pachakutic, levantándose solarmente de su taburete para conjurar con la ayuda de su padre –el Inti– la amenaza que le planteaban unos atrevidos apos venidos del mar, quienes osaron acercársele de manera violenta hasta capturarlo en Cajamarca, sin que haya sucedido nada de lo previsto desde siglos de siglos. Nada. El mundo no dio una vuelta, no hubo un cambio de era, ni sus enemigos fueron barridos de un soplo atronador. En cambio, ahora estaba a merced de estos hombres brutales, sin la más mínima etiqueta, y sus fuerzas a la desbandada y aterrorizadas frente a su celeste impotencia.

“¿No soy el hijo del sol?”, se preguntaba con angustia Atahualpa, mientras se dirigía a la ventana. “¿No soy acaso tu hijo?”, increpó al Inti, seguro de que éste podía ver su rostro desgarrado y su humillado espíritu. Abrió los ojos frente al sol todo lo que pudo, hasta que el reflejo de sus párpados venció su voluntad. No alcanzó a quemarse las retinas, pero vio luces por dos días, las que le recordaban el poder del que todavía creía era su padre. “¿Habrá preferido a Huáscar?”, atrevió a preguntarse cuando más arreciaba la melancolía. “No”, se respondió. Por sus chasquis, a quienes todavía podía llamar ante su presencia, sabía que la suerte de su medio hermano y rival era igual o peor que la suya, que además –alcanzó a ver– era la misma de todo el Tahuantinsuyo, el que estaba siendo crudamente expoliado –en parte para pagar el rescate en oro con el que pensaba pagar por su vida– y asolado por raras y mortíferas enfermedades. “De algún modo hubo Pachakutic”, reflexionó con negra ironía momentos después de recordar los informes que decían que los yanaconas, antes viles siervos y ahora vengativos aliados de los españoles, estaban apropiándose de las pertenencias de los los ayllus respetables.

En su pena infinita, no obstante, Atahualpa reparó que seguía siendo el Inca, por la magnitud de la prueba que debía enfrentar. Ni siquiera Manco Cápac pasó por momentos tan difíciles, cuando debió dejar el Titicaca para fundar el Cuzco y así sentar las bases del Tahuantinsuyo. A la larga, sus ancestros no sólo evitaron la destrucción de su pueblo a manos de los belicosos collas, sino que terminaron dominándolos.

Con estos pensamientos nuevos, Atahualpa irguió su cuerpo y solicitó la presencia de Hernando Pizarro. Éste se contentó con la noticia, pues había cultivado un fuerte aprecio por este rey indio, a quien estaba seguro podía civilizar y transmitir el evangelio, pues era la cabeza de un reino sin dudas admirable, incluso más que el que había conquistado su primo y tocayo Hernán Cortés. Ante Pizarro, Atahualpa hizo un gesto que quiso fuera interpretado como de amabilidad. Llamó al lengua y le dijo que invitara a su huésped a sentarse. En su taburete, Pizarro preguntó a Atahualpa si deseaba retomar el ajedrez, ante lo que el Inca asintió, pero, exigiendo esta vez comenzar él con las blancas.

Pizarro ganó la primera treintena de partidas, pero notaba como progresaba su pupilo, quien ya se había abierto a escuchar sus consejos. El mismo día que supo que debía volver a España a reclamar los derechos de su hermano Francisco y del desagradable Almagro, fue vencido por Atahualpa. El Inca estaba pletórico y su mirada encendida. Miraba, sin percatarse, con desafío a Pizarro, y por dentro bullían emociones de orgullo y de disposición hacia la vida. En cambio, Pizarro estaba taciturno, pero no por haber perdido, como creía su rival, sino porque en el transcurso del juego –en el que estuvo particularmente errático– cayó en cuenta de que su ausencia en el Perú podía ser fatal para Atahualpa.

El español felicitó seca, pero cortésmente a su oponente y se retiró rápido de la sala. Mientras caminaba hacia su despacho calculó que Francisco, su hermano, no tenía su educación, por lo que sería muy difícil que comprendiera lo imperdonable que sería –tanto para la fe, como para el rey Carlos– matar o dejar morir al rey de los Incas, en circunstancias en que sabía de buena fuente que eso precisamente estaba en los planes de Diego de Almagro, quien por todos los medios quería quitar de las manos de los Pizarro a ese rey, por lo que haría todo para sacarlo del tablero.

Hernando decidió apelar al sentido común de su hermano, y concertó una cita con él. Luego de resolver detalles acerca de lo que debía hacer y decir en España, le planteó el tema de Atahualpa. En síntesis, le dijo que debía procurar por todos los modos mantener al rey vivo y en su posesión, pues eso era lo único que podría mantener unido el reino de los Incas, y que un desmembramiento era altamente indeseable, porque en un estado de anarquía podía correr cualquier suerte su empresa, lo que ampliaba las posibilidades de que Almagro lo traicionara.

Francisco –parco como siempre– no reaccionó como su hermano hubiese deseado, asintiendo tibiamente a sus planteamientos, por lo que Hernando sintió necesario insistir. “Francisco, tú eres el capitán de esta empresa, y finalmente se hará lo que estimes conveniente –le dijo humildemente para no contrariarlo por el hecho de que sus palabras al final eran las de un hermano mayor y además hijo legítimo, a diferencia de él– pero si cedes a Almagro, te convertirás en un regicida infame”. Lo dijo y se arrepintió, porque notó como la palabra “infame” mordió el orgullo de Francisco, quien nunca podría olvidar ni hacer olvidar que en Extremadura era un vulgar porquerizo, mientras que él era un letrado hidalgo. Ambos hermanos callaron por un breve instante, silencio que fue interrumpido por un exasperado Hernando.

- “Tal vez lo mejor sea que me lleve a Atahualpa a España, allá lo haré nombrar marqués, seguro el rey Carlos le concede unas tierras, y así evitamos los riesgos de lo que hemos estado hablando”, dijo Hernando, quien abrigaba esa última salida.

- “¡Y jaque mate! sacando al rey, se acaba el reino”, lo parafraseó Francisco con inteligencia. "¿No sumiría eso al Perú en el caos? ¿No va eso contra tus propios consejos y a favor de la posición de Almagro?” remató con ironía.

Al retirarse del despacho de su hermano, Hernando repasaba una y otra vez los errores cometidos, los que atribuyó a su exaltación. ¿Por qué esa puerilidad? ¿Acaso no fue ésta una de las primeras lecciones de ajedrez que enseñó a Atahualpa: mantener la calma y estudiar detenidamente cada paso? Ahora no tenía la duda sino la certeza del riesgo que corría el rey de los Incas, y pese las reflexiones previas que aconsejaban frialdad, no pudo evitar una última y precipitada jugada.

Hernando fue directamente a la sala donde solía estar Atahualpa y entró sin anunciarse. En ella estaba el Inca, seis de sus consejeros, dos chasquis y el lengua. Al importunar, todos callaron, retomando la conversación lentamente, dirigiéndole al español autoacusadoras miradas de soslayo. Hernando no comprendía el quechua, pero adivinó la gravedad de lo que se hablaba, por lo que tomó del cuello al lengua y le exigió que le dijese de qué se trataba ese conciliábulo. Felipillo, así se llamaba el traductor, mintió mal y Hernando y se retiró intempestivamente dejando tras de sí un frío conmovedor. A las dos horas tenía en la sala de tormentos a Felipillo, quien ante la amenaza del dolor físico soltó todo el complot que el Inca y sus hombres planeaban para sacudirse del yugo de los españoles. La amenaza era seria. Rumiñahui, el mejor general de Atahualpa había logrado convocar un gran ejército y poco a poco los ayllus estaban siendo informados de lo que debían hacer en hora y fecha señaladas.

Hernando maldijo los clavos de Cristo y se fue casi como autómata a contar lo sucedido a su hermano, dejando libre al lengua sólo por desconcierto, pues si hubiese atinado, lo habría echo ejecutar ahí mismo. De ésta salió bien librado Felipillo, quien en los años venideros salvó varias veces el pellejo –en parte por el ajedrez que aprendió a jugar al traducir las lecciones de Hernando a Atahualpa– hasta que años después calculó mal una jugada en la que lo descubrieron soliviantando a los indios de Chile contra las –a esa altura– más que irritables y poco misericordiosas huestes de Almagro, a quien buscó servir inmediatamente después de caer en desgracia ante los Pizarro.

A la semana siguiente, Hernando y su comitiva estaban listos para partir. Antes de hacerlo, decidió despedirse de Atahualpa. Éste, a pesar de comprender que su suerte estaba echada por la intervención de Hernando, no le mostró rencor. Comprendía su posición, él habría hecho lo mismo. Sin el lengua, no hubo palabras, pero los gestos de aprecio mutuo se comprendieron. Antes de que Hernando se retirara, Atahualpa le obsequió una caja, gesto que no esperaba. Sabiendo que la reciprocidad es un asunto de máxima importancia para los indios del lugar, se hurgó en sus bolsillos, hasta que dio con un crucifijo de plata, el que entregó con toda la ceremoniosidad que se le ocurrió apropiada. Una vez en el nao que lo llevaría a Tierra Firme, para de ahí reembarcarse a España, abrió la caja. Adentro había un ajedrez de una fineza superlativa, elaborado con piedras preciosas únicas del Tahuantinsuyo, cuyas piezas parecían representar personajes de un drama cósmico, universal y andino. Hernando, cerró la caja y comenzó a llorar.

En tierra las noticias volaron y en menos de una semana de la partida de Hernando, Diego de Almagro estaba frente a su socio y rival Francisco Pizarro, exigiéndole poner fin a la vida de Atahualpa. Frío y pragmático, Pizarro accedió para evitar la inevitable guerra con Almagro, la que al final transformó al Perú en un caos irrecuperable, del que ambos socios resultarían mutua y brutalmente asesinados.

Cuando el Inca fue informado de su destino, se puso de pie y preguntó altivo “¿cómo habrá de ser eliminado el hijo del sol?”. El nefasto mercurio respondió “en la hoguera, como los paganos”. Atahualpa no bajó la mirada y preguntó “¿cómo morirá el hijo del sol si acepta al dios cristiano?”. El mensajero, instruido ante esa posible pregunta por quienes lo enviaron, respondió “en tal caso, bajo garrote, como los traidores”. El Inca hizo un gesto majestuoso para que el mensajero se marchase. Éste, al volver a informar lo sucedido se inquietó con la referencias al hijo del sol que Atahualpa hizo sobre sí mismo. "No morirá cristiano aunque se bautice”, reflexionó para sus adentros.

Al irse el mensajero, Atahualpa se dirigió al sol. “No moriré entre las llamas, mi cuerpo será enterrado en tierra y de él renacerá algún día el Tahuantinsuyo”. Seguro de haber satisfecho a su padre con su determinación, tomó el crucifijo y observó la figura castigada del hijo del dios de los cristianos. “Ahora comprendo un poco más”, se dijo y mandó a enterrar el regalo de su amigo en Caranqui, el lugar donde nació, ubicado a una jornada de viaje hacia el norte desde Quito. De pronto recordó sus primeras partidas de ajedrez y sonrió. Estaba seguro de que no volvería a cometer los mismos errores.