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domingo, 4 de julio de 2010

Itaca


Dejemos las especulaciones para después y atengámonos a los datos. Julián Hernández Pelliecer nunca pensó en el destino, pero de a poco los acontecimientos fueron tejiéndose de manera tal en que le fue imposible no terminar creyendo en él.

Es un dato. Julián Hernández Pelliecer, hoy cree en el destino y antes no. Sus circunstancias actuales son su prisma y éste es el fundamento de la realidad que hoy percibe, desde el lugar remoto en que se encuentra. No fueron lecturas acerca de los griegos con sus faramallas de la Moira y héroes que lo son antes de serlo. Así, Julián no puede considerarse un Edipo Rey, ni ningún otro referente libresco, ni nada que se le parezca. Esa no fue la forma que lo llevó a formarse la pétrea opinión de que el destino existe. Julián Hernández Pelliecer es, digámoslo, un ignorante en esas materias.

Su creencia profunda respecto del destino, su destino al menos, le llegó en un momento de epifanía, cuando ató todos los prosaicos cabos de su vida, los que se concatenaron para iluminar un sentido. No se crea que algo extraordinario pasó en ese momento. No escuchó a nadie decir algo que cambiara el orden de las cosas, tampoco una voz interna, ni siquiera atravesó una crisis profunda. Julián Hernández Pelliecer no está loco.

Sin embargo, Julián siempre se sintió especial, y sólo es que nunca tuvo la oportunidad de demostrarlo, de demostrárselo. Tal vez se crea, nada de raro, que esa forma de sentirse especial responda naturalmente a la reflexión que hace cada ser humano acerca de sí mismo, cuando llega el maravilloso pensamiento de la contingencia, ese que hace evidente que existir no es otra cosa que una casualidad en un billón. Hernández Pelliecer pensó en eso en el liceo, cuando se explicaba la reproducción sexuada, o sea, cuando pensó en la mínima posibilidad de que se repita la posible combinación de tal ovario con tal espermio que hace que la persona resultante seas tú y no tu hermano. Eso, multiplicado exponencialmente por todas las generaciones hacia atrás, desde que un homínido parió un mutante mejor que sí mismo.

Estarán pensando que eso justamente, la casualidad más llana (por muy complicada que esta sea en la repetición constante de generación a generación), es lo contrario al destino. Es cierto, pero también hay cosas que no tienen una lógica prístina cuando se trata del pensamiento íntimo de alguien como Julián Hernández Pelliecer, quien no habitúa, ni siquiera hoy, a la reflexión sistemática.

Algunos pensaron que lo que sucedió con Hernández Pelliecer, entonces, fue el haber sufrido en carne propia el nacimiento cotidiano del pensamiento religioso, ese que se inocula en cada cuál que busca responder a una ansiedad que ha de ser satisfecha por una creencia necesariamente pétrea, dado lo etéreo de la duda. De este modo lo que habría pasado con Julián fue que llegó a confundir la casualidad con el destino, como una forma de no hacerse cargo del sinsentido total.

No fue así, porque Julián Hernández Pelliecer no es un idiota. No es un intelectual, pero no es un idiota, quizá por lo mismo. Tampoco es un artista. Por lo que, Julián Hernández Pelliecer nunca llegó a tener tal ansiedad, y sin ella, quedan descartadas tales conjeturas.

Algo objetivo pasó en una circunstancia dada. 

Julián Hernández Pelliecer, en su casa, dibujaba un 5 de mayo, su árbol genealógico. Árbol ralo, dado que él nunca tuvo un mi abuelo. O sea, era un tipo nuevo más sin anclaje en raíces de cuando la humanidad era menos de un cuarto de lo que es hoy. Como decirlo, él era producto de la penicilina y la explosión demográfica que generó una humanidad medianamente nueva, sin tradición más allá del siglo XX, y hasta ahí llegaba la raíz y copa de su arbusto.

Sin ambiciones, pero con curiosidad, Julián Hernández Pelliecer comenzó a hacer crecer las ramas del árbol, con bisabuelos, bisabuelas, tatarabuelos, tatarabuelas, y hasta colaterales, a quienes les creó personalidades particulares, cuidando que ninguna de éstas fuera lo suficientemente desbordante como para justificar la opacidad de su recuerdo (un recuerdo inventado). A cambio, las dotó de historias complejas que determinaban, según él, una gran profundidad psicológica. 

Puede ser que Julián Hernández Pelliecer se haya obsesionado, pero nada lo demuestra. Mientras se abocó a crearse una genealogía, cumplió con sus obligaciones, y se le vio en situaciones sociales normales, como la navidad o la fiesta de fin de año. Fue en sus tiempos libres cuando se dedicó a tan extraña actividad.

En la medida en que sus cálculos de edad de sus parientes lo llevaban más hacia el pasado, y el mundo se le hacía distinto y desconocido, recurrió a los referentes que cualquiera podría usar; el cine, la televisión y las clases de historia. Así, sus bisabuelos migrantes a América estuvieron en la Segunda Guerra Mundial en papeles dignos al lado de los aliados, pero secundarios, y los que se quedaron llevaron vidas bucólicas y aburridas, salvo cuando tuvieron historias románticas. O sea, los rodeó de circunstancias estereotipadas. Sin embargo, la complejidad fue por el lado de sus motivaciones. Sus parientes, así, fueron estudiantes de ciencias obsesionados con una hipótesis que resultó un error, o mujeres atribuladas por el deseo por hombres prohibidos, poetas o millonarios excéntricos, uno de los cuales fue integrado a la genealogía, por ser el verdadero procreador de uno de sus ascendientes, con lo que logró el imposible de un secreto escándalo.

Sin duda la creación de Julián era una caricatura carente de rigor histórico y abundaban las extrapolaciones desde la actualidad hacia el pasado. Así, imagino la independencia como un momento épico en que el pueblo chileno se levantó contra el yugo español, sin considerar que éste en verdad estuvo impávido y ajeno a los conflictos de la elite, por lo que es del todo inverosímil, por ejemplo, que Adalberto Hernández, su tatarabuelo inventado, fuera un comerciante de clase media bien chileno que simpatizaba con la independencia, pero que no se atrevía a entrar en política.

Cuando Julián llegó al siglo XV, supo que tenía que llevar a parte de su familia a la Edad Media y a otra al pasado prehispánico. Sin embargo, supo también que se le habían acabado los recursos para recrear las circunstancias de su parentela. No se le ocurrió investigar en los libros ni internet, porque nunca fue lector, por lo que su manera de solucionar los vacíos fue viajar.

Como no tenía plata para ir a Europa, y sólo sabía vagamente que sus ascendientes eran españoles, sin saber de qué parte exactamente, tomó la resolución de ir al Perú.

Nadie sabe bien por qué al Perú y no al sur de Chile, pese a que estaba convencido que sus parientes indígenas fueron parte de la guardia de los caciques que pelearon contra Valdivia y el resto de los españoles. Una vez escuchó por ahí que habían llegado miles de indios peruanos a Santiago y eso le bastó para tejer la historia hacia allá. Es probable que finalmente se haya impuesto sus ganas de salir del país, por sobre la verosimilitud de su historia. No hay pruebas, pero el hecho es que decidió conocer un paisaje que se le antojaba parte de sí mismo.

Anunció Julián Hernández Pelliecer sus vacaciones al Perú, sus cercanos –que nada sabían de su afición– lo felicitaron por eso y partió en enero en bus hacia Arica, cruzó en taxi a Tacna y otro bus lo llevó al Cusco, en un viaje de 39 horas que lo dejó con un dolor lumbar que casi lo hizo arrepentirse de tal viaje, más cuando pensó en el regreso.

En la altura de Cusco, le costó creer que estaba montado en la misma cordillera que siempre tuvo frente a sí en Santiago, pues allá en Chile ésta parecía un paredón gris e infranqueable, mientras que acá era un espacio verde de recovecos habitados y labrados.

Le dolía la espalda y no se maravilló, pero sí dudó de toda su creación, pues entendió que todas las circunstancias que inventó eran a penas un rústico mapa de un territorio muy distinto. Lo entendió en términos geográficos, pero también históricos, cuando observó la humanidad indígena que, para su sorpresa, no hablaba el español, sino el quechua, una lengua que lo transportó a otra época que nunca habría imaginado en caso de haberse quedado en Chile.

En el cuartito de hotel, Julián Hernández Pelliecer ordenó sus cosas, y dispuso sus dibujos y anotaciones en las paredes. Buscaba una historia para su tataratatarabuelo, un indígena inca sin nombre aún, que llegó con unos españoles a Chile, donde tuvo hijos con una mestiza de nombre María, la pareja que sería forjadora de un decimosextoavo de su historia.

Al otro día Hernández Pelliecer más le dolía la espalda y más desconcertado se encontraba. No sabía por donde empezar ni a donde ir. Pragmático, fue a una farmacia para preguntar por un remedio para el dolor de espalda. Compró un ungüento sin convicción, vovió al hotel, se lo aplicó y volvió a la misma inanidad. Como el ungüento no le hizo efecto inmediato, descartó salir a caminar en busca de ideas. También descartó tomar un tur e irse a Macchu Picchu, pues intuía que la historia latente estaba en la ciudad. En cambio, fue un boliche que le pareció no tan caro a tomarse una cerveza, con una libretita de notas y un lápiz.

Se tomó cinco cervezas y no escribió ni una palabra. Medio borracho, pidió un plato para almorzar. Tras comer, todo pensamiento se desvaneció. Entre el alcohol, la sangre en su estómago, la altura y el amortiguado dolor de espalda a punta de ungüentos y cerveza, su mente se fue a blanco, muy sentado sobre sí con todo el peso en el perineo.

No fue una experiencia religiosa ni se dejó seducir por tótemes andinos, como el condor o la llama, como podría creerse si se presta mucha atención a las dudosas historias místicas de los turistas que han ido por esos paisajes, sino que fue la mera y llana sensación de nada la que lo embargó. 

Tras sucumbira ese estado, todo se puso en orden, pues lo que había en sí dejó de ser, y no hay nada más claro y prístino que el vacío. Sin mediar voces ni emociones, Julián Hernández Pelliecer pagó su cuenta, se dirigió a su cuartito de hotel y metódicamente comenzó a desarmar y destruir toda la ficción acerca de su parentela, incluido aquello que tenía trazos aparentes de verdad. 

Tras eso, una fuerte sensación de existencia le recorrió todo el cuerpo, al punto que pudo sentir la circulación de su sangre y el engranaje sordo de sus órganos. Sintió sus músculos pegados a sus huesos y su sistema nervioso capaz de moverlos. Sin dar la orden con la conciencia, se paró, se dirigió al balcón de su habitación y su vista, a la que hasta entonces había olvidado, minimizándola a funciones subordinadas, comenzó a escrutar el celeste del cielo, el blanco algodonado de las nubes, el verde del entorno y el ocre de las techumbres, dibujando una perspectiva única, fiel y propia, de la que se enorgulleció, pese a que sabía, sin reparar en ello, que se desvanecería a pesar de su voluntad de pervivir en ella.

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