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domingo, 14 de diciembre de 2008

Espiscolario (chilistaní)

Estimado Andrés,


Regreso desde mi exilio de cuatro semanas en Orlando, Florida, donde lo más cercano a Mickey Mouse que vi fueron los ratones del hotel en que me hospedé. Como sabrás, mi sindicato apoyó al candidato presidencial ganador y como buen peón fui reclutado para actividades de campaña. Lo bueno es que todo terminó y perdieron los malos. Lo malo es que en total este año me pasé 16 semanas viajando por Estados Unidos y el balance de las largas horas, poco sueño y la dieta de pizza fría y cerveza caliente ha sido devastador para mi estado físico. Mentalmente, tampoco me quedan reservas para trabajar en nada productivo en lo que queda del año así que he decidido profundizar en mi manejo de Google de aquí a diciembre. Para entonces, ya voy a haber cumplido con mi meta de visitar todas las páginas de Internet del universo. Ya voy en la letra "c".


En mi oficina me tocó trabajar con gente de diversa procedencia: gringos, puertorriqueños, colombianos, cubanos y el infaltable chilistaní, confirmando mi sospecha que en el universo operan fuerzas siniestras que conspiran en contra de la gente buena como yo. Corroborando todo pronóstico y años de observar al chilistaní en su hábitat, el tipo probó ser un barsa. Odiado por todo el mundo – al punto que se le despidió de la campaña dos semanas antes de las elecciones – el tipo era farsante, flojo, gritón y malas pulgas. Con esa desinhibición propia de la gente tonta, creía que cada una de sus opiniones era el equivalente de un aforismo de Nietzsche y que, naturalmente, debía compartirla en voz alta. Ojo que no estoy hablando de alguien que simplemente pensaba huevadas, sino de esa gente que llegó a su peak en cuarto básico y tras el esfuerzo mental de aprenderse las cuatro operaciones y el abecedario, cree que no es necesario seguir prestándole atención al mundo.


Cada vez que surgía una discusión sobre cómo proceder en la campaña, el tipo hacía callar a todo el mundo y se despachaba una joyita del tipo: "Hay que darle tiempo al tiempo", "los políticos son todos ladrones" o "hay que echarle p'adelante no más" y luego se sentaba en la satisfacción íntima que sus palabras habían saldado el debate cual Juan Pablo II repartiendo islas entre Argentina y Chilistán. Por si fuera poco, el tipo era el clásico idiota que cree que porque compartimos pasaporte o por un accidente cósmico venimos del mismo país tenemos que necesariamente ser amigos y hacer frente común ante cualquier problema. Todavía no puedo entender cómo es que llegó a trabajar con nosotros. El tipo no era ni exiliado ni uno de esos neo-chilistaníes de familia cuica que se va a estudiar al extranjero con una beca trucha (la plata de su papá) y después de seis meses llega diciendo que tiene un máster en "hacer documentales", "fotografía artística" o medicina natural. Este cretino llevaba décadas viviendo en Estados Unidos, aseguraba estar forrado en plata (pero no te invitaba ni una cerveza light) y sin embargo su inglés era el de un estudiante de primer año del Instituto John Kennedy.


En fin, leí en tu última señal de vida que te habías cambiado de pega. ¿Qué estás haciendo ahora? Cuéntame y estamos hablando.

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