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martes, 25 de septiembre de 2007

Ángel Cruchaga

(de la rabia y de la tristeza)

Al llegar a chile, nuestra familia de ex expatriados se acogió –de la dictadura, la fealdad, el invierno y la tristeza– en una casa de dos pisos de una pequeña calle de ñuñoa, en la que los hermanos jugabamos a olvidarnos de saber que sabíamos que hay cosas que no vuelven más y otras que no pueden ser.

Era una calle especial. Desafiaba el trazado ortogonal del obsecado santiago con un pequeño recodo, cuya existencia nos mostró la posibilidad de los rincones, los secretos y los descubrimientos (la posibilidad de las esquinas de los amantes).

La calle era estrecha y los árboles grandes, las casas de dos pisos y casi no pasaban autos. Era un tubo verde sin tiempo, el parque y la cancha de andrés y paloma alvear, marcelo, martin, gerald, andrés y cristóbal almeida y –por un tiempo corto– de alejandro, y de otros niños cuyos nombres no recuerdo.

Me recuerdo sólo de uno más, de kenneth, hijo de chilena y de un negro norteamericano, que vivía casi al llegar a irarrázabal, en la bocacalle que da a la casa de la cultura.

Bueno, hace unos días pasé sin nostalgia y la casa de kenneth no estaba más. En su lugar y en el de otras casas –de las que ya no me acordaré– había un boquete insolente y gigante, con un aviso de próxima venta de departamentos.

Mi calle, o la que fue mi calle, será ahora una sombra. Cercenada, su inicio comenzará a vomitar vehículos que harán imposible cualquier pichanga y que arrollarán cada uno de mis recuerdos.

Ángel Cruchaga se llama la calle, como un poeta chileno y místico al que Borges solía recitar de memoria y quien escribió:

Como a un infante triste
te llevé de la mano
por mis sendas dormidas
en un claro perfume de alicanto


4 comentarios:

Daniela Acosta dijo...

Me cambié muchas veces de casa sin mucho agrado que digamos. Quería vivir en una que no era muy linda ni muy grande, pero estaban mi abuelita y mi padre. Tenía un patio enorme donde me inventé todos los juegos. Estaba Pillino y Rocky, también la casa de muñecas gigante. Estuve ahí hasta pasada la adolescencia. Tardes enteras tirada, jugar tenis en la improvisada cancha de la calle, mil recuerdos que sólo te los puedo contar, porque ahora una clínica veterinaria ocupa el espacio de mi casa en Consistorial ¿Pena? Un poco. Igual después Facundo se atendió ahí y estuvo un buen rato. Un poco de reconciliación, claro está. Pero una cosa hay que dejar bien dicha: una veterinaria es mil, ocho mil millones de millones mejor que un edificio hórrido en la casa de un amiguito.

F dijo...

De pequeña, no estuve yendo ni viniendo... para mi no existieron largos viajes. No tuve el simulacro del desarraigo (al menso no sobre mis objetos), ni el desarme y el arme de mis maletas. Viví al contrario, largas despedidas. Algunos no volvieron, se quedarón. Otros simplemente se olvidarón, no aparecieron. Y de los que volvieron algunos siguen estando. De pequeña acostumbraba a estar sobre las copas de los arboles (los mas cercanos, siempre fui temerosa). Siempre en la misma casa, en el mismo rincón y con los mismos amigos. Eran los damascos, verdes con azucar, con sal. Eran las guindos que como caramelitos se balanceaban en mi espera. Me la pasaba colgada, viendo desde arriba,bien arriba, el paseo moribundo de los que sabía no volverían.

Cristián dijo...

Alma no me digas nada que par tu voz dormida ya está mi puerta cerra.

Saludos Andrés.Un abrazo.

C.R

Anónimo dijo...

Pancha, gracias por tu comentario, te imagino perfecto arriba de los árboles, flacuchenta y oteando lo que pasa.

Un abrazo