Ayer prendí el televisor y puse el canal nacional para encontrarme con el programa "grandes chilenos" con el que el 7 quiere celebrar el bicentenario. Fue francamente irritante.
Se nos convoca a todos los "pequeños" chilenos –en contraste con los "grandes"– a votar en internet por sobre quién consideramos es más grande; salvador allende, josé miguel carrera, lautaro, gabriela mistral, pablo neruda, violeta parra, arturo prat, manuel rodríguez o víctor jara. El formato consiste en dedicar un programa –conducido por consuelo saavedra– para cada prócer, presentándolo y haciéndole un panegírico cuyo objetivo es promover su votación. Tras cada "documental", saavedra ve cómo va la votación, como si fuera un reality show en el que se destaca a los punteros y se conmina a superarse a los rezagados (las únicas dos mujeres "en competencia"), los "cara a cara" están en las paletas publicitarias, en las que se contrapone, por ejemplo, a neruda bajo el rótulo de "creador", con lautaro con el de "rebelde" ¡Puaj!
Ayer fue el turno de prat, "defendido" por rafael cavada, a quien ya podemos identificar por su amor a las guerras, antes la de irak y ahora la del pacífico, o del salitre, como le llamaron mejor los historiadores ingleses. El corolario de su arenga para que votemos por prat es que gracias a su ejemplo se ganó la mentada guerra de mierda, lo que es una falsificación flagrante, porque aunque muchos chilenos se hayan enrolado voluntariamente en el ejército tras su sacrificio, lo cierto es que el contingente siempre estuvo abrumadoramente compuesto por soldados de leva, o sea campesinos obligados a pelear. No tengo nada contra prat, de hecho al revés, es un militar atípico en chile: culto, decente y con preocupaciones sociales, lo que le granjeó en vida la sorna de sus compañeros de armas, quienes corrieron el rumor de que era maricón.
El punto es otro. Por qué cresta la televisión insiste en proyectar la historia como una gesta cuyos vórtices dependen de la genialidad, la valentía o la claridad de unas pocas personas (los "grandes chilenos"), sumergiendo la riqueza de la vida de los chilenos de a pie ("pequeños"), quienes finalmente –eso creo yo, y toda la historiografía contemporánea desde los años '50– son quienes protagonizan, gozan y padecen la historia. Y digo la televisión en general, porque todavía tengo el mal sabor que me propinó el canal católico cuando lanzó "héroes", con las vidas de carrera, o'higgins, rodríguez, portales, prat y balmaceda, continuando con su exitosa saga de "machos" y "hippies".
En la celebración del bicentenario de la revolución francesa, la televisión gala hizo otra cosa: contrató a george duby, precursor de la historia de las mentalidades, para elegir y guiar la producción de algunos episodios claves de la historia de francia (la que obviamente no pretendieron que se iniciaba tras la revolución, por lo que aprovecharon de recordar desde el tiempo de los galos y el imperio romano). En cada capítulo, se revivió la vida de los franceses, sus anhelos, preocupaciones, pensamientos y creencias, teniendo por excusa para mostrarlos los acontecimientos políticos o militares. El resultado fue conferir el protagonismo de la historia a los franceses comunes y silvestres, y no a vergincetorix, juana de arco, moliere, jean jacques rousseau, luis xiv, robespierre, napoleón o de gaulle.
Al escribir esos nombres me percato de que a esos personajes les sobra publicidad, al igual que a nuestros provincianos próceres, quienes todavía gozan del proselitismo que les brinda el sistema escolar, que todavía machaca con sus vidas, gestas y nombres a los pobres y aburridos estudiantes que padecen las clases de historia.
La verdad, estoy hasta la tuza de la pelada de prat, las patillas de o'higgins o los mismísimos lentes de allende (fetiches apolíneos que nada nuevo muestran y mucho encubren), más que nada por el desaprovechamiento de la oportunidad de recordar la historia de otro modo, más propia, menos jerárquica, de modo de ofrecérsela al pelagato que prende la tele y ve en ella al que pudo ser su ancestro, con los pensamientos y creencias que fueron configurando su manera de ver el mundo.
Decía en mi título que "anhelo lo postichilenidad", la que entiendo como la superación de estas formas vanas de concebirnos, en las que la única opción es comulgar –nunca proponer o recrear– con una de las alternativas ofrecidas desde arriba, tal como el sistema electoral binominal.
¿Caca o pichí, pichí o caca?
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jueves, 31 de julio de 2008
miércoles, 2 de julio de 2008
María Eugenia Segovia
(morir entre luciérnagas)
El lunes murió a los 90 años María Eugenia Segovia, la tía Queñi y hoy fue su sepelio, al que llegó un puñado de 50 personas sencillamente, a decir adios y recordarla un rato.
Como suele pasar con las grandes mujeres, su grandeza casi pasó desapercibida. No hubo panegíricos ni grandilocuencias en los discursos, ni discursos propiamente tales. Nadie estaba de negro ni llevaba gafas negras. No hubo ningún acto morturio de etiqueta o protocolo. No hubo misa siquiera y en vez de himnos a los ángeles, una amiga de ella –una dama octogenaria alta y guapa– se atrevió a tararear una canción que solían cantar. No cantó, sólo tarareó. No se acordaba de la letra.
Hubo sí, palabras para ella, al aire libre. Todas tejidas con sencillez, pero que terminaron por componer un retrato mínimo de esta mujer, que desveló la enormidad de su espíritu.
Sus ex alumnos y alumnas destacaron cómo esta profesora de historia transmitía el entusiasmo por el conocimiento y su belleza, cómo apoyaba generosamente las vocaciones y prodigaba confianza. Muchos de sus ex alumnos se habían convertido a su vez en profesores, guiados por su ejemplo. La tía María Eugenia fue una gran maestra. Brillante, tuvo un rol destacado en la conducción de la reforma educacional de los tiempos de Frei padre, y como tal fue asesora personal de dos rectores de la Universidad de Chile, para hacer cambios en las metodologías y los currículos de la enseñanza secundaria (en ese entonces decimonónicos), y amiga y par de grandes intelectuales y artistas. Pese a ello, siempre evitó el reconocimiento y los aplausos, con auténtica pero injustificada modestia.
María Eugenia fue una mujer tremendamente moderna. Yo creo que siempre llevó el signo del siglo XX en su frente. No me atrevería a decir que fue feminista, pero siempre fue libre, viajera y alegre. No se casó, no tuvo hijos ni grande posesiones, salvo su casa en la calle Ángel Cruchaga en Ñuñoa (una selva verde en el jardín con una pileta con un par de peces, y un interior lleno de libros y objetos obtenidos de sus viajes, en suma un lugar muy bello y entretenido) y su austin mini amarillo. Fue una mujer comprometida. Hija de emigrantes españoles, era republicana, laica y libertaria hasta la médula, y en dictadura ella personalmente arriesgó el pellejo arriba de su pequeño auto para transportar panfletos u ocultar perseguidos, ex alumnos de ella, según entiendo.
Yo tuve la fortuna de conocerla porque fui su vecino, cuando niño. Su familia y la de mi abuela materna estuvieron hermanadas por la vida. El padre de mi abuela, Emilio Hernández, emigró sólo desde España al sur de Chile a los 17 años y fue acogido por la familia de María Eugenia como uno más, sin tener mayores víunculos que la coterraneidad y probablemente una visión política similar por parte de ambas familias. Gracias a ello, ese clan se instaló y proliferó en Chile. Nosotros al llegar de Ecuador, recibimos un trato de similar naturaleza de su parte. Su casa siempre fue casa abierta y mi madre siempre contó con su apoyo. Me recuerdo de un par de veces que alojé allá: cuando nació mi hermano Pite, la Queñi se quedó a cargo de Cristóbal y de mi, y cuando militares amedrentaban a Alejandro (un pinche periodista de oposición), en pleno toque de queda, hasta el punto en que en una ocasión dispararon a las murallas de nuestra casa (lo que decidió el cambio temporal de domicilio). Al despertar, parecía que nada malo podía pasar, porque nos agasajaba con desayunos opíparos (era una excelente repostera) y entretenidos relatos.
En su sepelio bailaron muchos recuerdos como el que acabo de contar, los que se iban narrando espontáneamente según quién quisiera hablar (había un jesuita de la vicaría social que al final no pudo quedarse con la última palabra, el pobre tuvo que conformarse con ser uno más) y quiero rescatar uno, de un sobrino de ella. Una vez viajando él con sus hijos y María Eugenia, en la noche, por el camino aparecieron luciérnagas. Ella mandó detener el auto a su sobrino y con sus sobrinos nietos capturaron algunos de esos insectos. Los pusieron en un vaso, tapándolo sólo con la mano. El sobrino (no recuerdo su nombre), una vez que el auto ya estaba de nuevo en marcha, le advirtió a la tía que si dejaba escapar las luciérnagas podrían morir en un accidente. La tía respondió "y si fuera así qué importa, si vamos a morir entre luciérnagas".
Mis lágrimas y toda la luz posible de mis palabras de hoy para esta bella y gran mujer.
El lunes murió a los 90 años María Eugenia Segovia, la tía Queñi y hoy fue su sepelio, al que llegó un puñado de 50 personas sencillamente, a decir adios y recordarla un rato.
Como suele pasar con las grandes mujeres, su grandeza casi pasó desapercibida. No hubo panegíricos ni grandilocuencias en los discursos, ni discursos propiamente tales. Nadie estaba de negro ni llevaba gafas negras. No hubo ningún acto morturio de etiqueta o protocolo. No hubo misa siquiera y en vez de himnos a los ángeles, una amiga de ella –una dama octogenaria alta y guapa– se atrevió a tararear una canción que solían cantar. No cantó, sólo tarareó. No se acordaba de la letra.
Hubo sí, palabras para ella, al aire libre. Todas tejidas con sencillez, pero que terminaron por componer un retrato mínimo de esta mujer, que desveló la enormidad de su espíritu.
Sus ex alumnos y alumnas destacaron cómo esta profesora de historia transmitía el entusiasmo por el conocimiento y su belleza, cómo apoyaba generosamente las vocaciones y prodigaba confianza. Muchos de sus ex alumnos se habían convertido a su vez en profesores, guiados por su ejemplo. La tía María Eugenia fue una gran maestra. Brillante, tuvo un rol destacado en la conducción de la reforma educacional de los tiempos de Frei padre, y como tal fue asesora personal de dos rectores de la Universidad de Chile, para hacer cambios en las metodologías y los currículos de la enseñanza secundaria (en ese entonces decimonónicos), y amiga y par de grandes intelectuales y artistas. Pese a ello, siempre evitó el reconocimiento y los aplausos, con auténtica pero injustificada modestia.
María Eugenia fue una mujer tremendamente moderna. Yo creo que siempre llevó el signo del siglo XX en su frente. No me atrevería a decir que fue feminista, pero siempre fue libre, viajera y alegre. No se casó, no tuvo hijos ni grande posesiones, salvo su casa en la calle Ángel Cruchaga en Ñuñoa (una selva verde en el jardín con una pileta con un par de peces, y un interior lleno de libros y objetos obtenidos de sus viajes, en suma un lugar muy bello y entretenido) y su austin mini amarillo. Fue una mujer comprometida. Hija de emigrantes españoles, era republicana, laica y libertaria hasta la médula, y en dictadura ella personalmente arriesgó el pellejo arriba de su pequeño auto para transportar panfletos u ocultar perseguidos, ex alumnos de ella, según entiendo.
Yo tuve la fortuna de conocerla porque fui su vecino, cuando niño. Su familia y la de mi abuela materna estuvieron hermanadas por la vida. El padre de mi abuela, Emilio Hernández, emigró sólo desde España al sur de Chile a los 17 años y fue acogido por la familia de María Eugenia como uno más, sin tener mayores víunculos que la coterraneidad y probablemente una visión política similar por parte de ambas familias. Gracias a ello, ese clan se instaló y proliferó en Chile. Nosotros al llegar de Ecuador, recibimos un trato de similar naturaleza de su parte. Su casa siempre fue casa abierta y mi madre siempre contó con su apoyo. Me recuerdo de un par de veces que alojé allá: cuando nació mi hermano Pite, la Queñi se quedó a cargo de Cristóbal y de mi, y cuando militares amedrentaban a Alejandro (un pinche periodista de oposición), en pleno toque de queda, hasta el punto en que en una ocasión dispararon a las murallas de nuestra casa (lo que decidió el cambio temporal de domicilio). Al despertar, parecía que nada malo podía pasar, porque nos agasajaba con desayunos opíparos (era una excelente repostera) y entretenidos relatos.
En su sepelio bailaron muchos recuerdos como el que acabo de contar, los que se iban narrando espontáneamente según quién quisiera hablar (había un jesuita de la vicaría social que al final no pudo quedarse con la última palabra, el pobre tuvo que conformarse con ser uno más) y quiero rescatar uno, de un sobrino de ella. Una vez viajando él con sus hijos y María Eugenia, en la noche, por el camino aparecieron luciérnagas. Ella mandó detener el auto a su sobrino y con sus sobrinos nietos capturaron algunos de esos insectos. Los pusieron en un vaso, tapándolo sólo con la mano. El sobrino (no recuerdo su nombre), una vez que el auto ya estaba de nuevo en marcha, le advirtió a la tía que si dejaba escapar las luciérnagas podrían morir en un accidente. La tía respondió "y si fuera así qué importa, si vamos a morir entre luciérnagas".
Mis lágrimas y toda la luz posible de mis palabras de hoy para esta bella y gran mujer.
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