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miércoles, 2 de julio de 2008

María Eugenia Segovia

(morir entre luciérnagas)

El lunes murió a los 90 años María Eugenia Segovia, la tía Queñi y hoy fue su sepelio, al que llegó un puñado de 50 personas sencillamente, a decir adios y recordarla un rato.

Como suele pasar con las grandes mujeres, su grandeza casi pasó desapercibida. No hubo panegíricos ni grandilocuencias en los discursos, ni discursos propiamente tales. Nadie estaba de negro ni llevaba gafas negras. No hubo ningún acto morturio de etiqueta o protocolo. No hubo misa siquiera y en vez de himnos a los ángeles, una amiga de ella –una dama octogenaria alta y guapa– se atrevió a tararear una canción que solían cantar. No cantó, sólo tarareó. No se acordaba de la letra.

Hubo sí, palabras para ella, al aire libre. Todas tejidas con sencillez, pero que terminaron por componer un retrato mínimo de esta mujer, que desveló la enormidad de su espíritu.

Sus ex alumnos y alumnas destacaron cómo esta profesora de historia transmitía el entusiasmo por el conocimiento y su belleza, cómo apoyaba generosamente las vocaciones y prodigaba confianza. Muchos de sus ex alumnos se habían convertido a su vez en profesores, guiados por su ejemplo. La tía María Eugenia fue una gran maestra. Brillante, tuvo un rol destacado en la conducción de la reforma educacional de los tiempos de Frei padre, y como tal fue asesora personal de dos rectores de la Universidad de Chile, para hacer cambios en las metodologías y los currículos de la enseñanza secundaria (en ese entonces decimonónicos), y amiga y par de grandes intelectuales y artistas. Pese a ello, siempre evitó el reconocimiento y los aplausos, con auténtica pero injustificada modestia.

María Eugenia fue una mujer tremendamente moderna. Yo creo que siempre llevó el signo del siglo XX en su frente. No me atrevería a decir que fue feminista, pero siempre fue libre, viajera y alegre. No se casó, no tuvo hijos ni grande posesiones, salvo su casa en la calle Ángel Cruchaga en Ñuñoa (una selva verde en el jardín con una pileta con un par de peces, y un interior lleno de libros y objetos obtenidos de sus viajes, en suma un lugar muy bello y entretenido) y su austin mini amarillo. Fue una mujer comprometida. Hija de emigrantes españoles, era republicana, laica y libertaria hasta la médula, y en dictadura ella personalmente arriesgó el pellejo arriba de su pequeño auto para transportar panfletos u ocultar perseguidos, ex alumnos de ella, según entiendo.

Yo tuve la fortuna de conocerla porque fui su vecino, cuando niño. Su familia y la de mi abuela materna estuvieron hermanadas por la vida. El padre de mi abuela, Emilio Hernández, emigró sólo desde España al sur de Chile a los 17 años y fue acogido por la familia de María Eugenia como uno más, sin tener mayores víunculos que la coterraneidad y probablemente una visión política similar por parte de ambas familias. Gracias a ello, ese clan se instaló y proliferó en Chile. Nosotros al llegar de Ecuador, recibimos un trato de similar naturaleza de su parte. Su casa siempre fue casa abierta y mi madre siempre contó con su apoyo. Me recuerdo de un par de veces que alojé allá: cuando nació mi hermano Pite, la Queñi se quedó a cargo de Cristóbal y de mi, y cuando militares amedrentaban a Alejandro (un pinche periodista de oposición), en pleno toque de queda, hasta el punto en que en una ocasión dispararon a las murallas de nuestra casa (lo que decidió el cambio temporal de domicilio). Al despertar, parecía que nada malo podía pasar, porque nos agasajaba con desayunos opíparos (era una excelente repostera) y entretenidos relatos.

En su sepelio bailaron muchos recuerdos como el que acabo de contar, los que se iban narrando espontáneamente según quién quisiera hablar (había un jesuita de la vicaría social que al final no pudo quedarse con la última palabra, el pobre tuvo que conformarse con ser uno más) y quiero rescatar uno, de un sobrino de ella. Una vez viajando él con sus hijos y María Eugenia, en la noche, por el camino aparecieron luciérnagas. Ella mandó detener el auto a su sobrino y con sus sobrinos nietos capturaron algunos de esos insectos. Los pusieron en un vaso, tapándolo sólo con la mano. El sobrino (no recuerdo su nombre), una vez que el auto ya estaba de nuevo en marcha, le advirtió a la tía que si dejaba escapar las luciérnagas podrían morir en un accidente. La tía respondió "y si fuera así qué importa, si vamos a morir entre luciérnagas".

Mis lágrimas y toda la luz posible de mis palabras de hoy para esta bella y gran mujer.

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