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martes, 27 de enero de 2009
episcolario: escribir
Siento una gran alegría al saber que estás escribiendo una novela. La verdad es que –a juzgar solamente por tu blog y lo que generosamente aportas a éste– creo que podría ser algo muy bueno. De más está decirte que si requieres de mi ayuda para criticarla o comentártela, ahí estaré.
Aunque en verdad ese aporte supone que tengas en consideración que yo tenga algún talento literario, lo que es de alguna manera dudoso. No es que me esté tirando al piso. Sé positivamente y sin falsa modestia que escribo bien. Mal que mal vivo de eso. Pero distinto es dejar impecable alguna nota periodística, algún libro de innovación o textos escolares –que es lo que básicamente he hecho, con gratificaciones enormes, pensando particularmente en las elaboraciones que hice junto a mi amigo Tato para el Museo Histórico Nacional– a recrear una narración en la que estén involucrados elementos, personajes, frases y palabras capaces de erguir un mundo con una textura y misterio particulares que produzcan esa sensación de placer cercana a la magia ya la vida que no tantas veces he sentido al leer algo de alguien.
Eso me inhibe bastante. Todos mis aspavientos literarios acaban cuando siento, al releer, esa vergüenza extraña, que es muy similar cuando voy al teatro, comienza la obra y los actores comienzan a hablar con la intención de atraparte en algo tan claramente ficticio y artificioso. Muchas veces me pasa al exponerme a algo creado por otro, una especie de rabia pequeña al preguntarme por qué ese alguien (escritor, artista o intelectual) tiene esa voluntad de someterme (a mi y a otros) a algo que salió principalmente de la vanidad de su yo, tal como mi gato cuando me mea el sofá. Por eso tal vez es que no avanzo con la ficción y suelo preferir leer a autores muertos.
En suma, no creo tener nada tan imperioso o interesante que decir, como para desplegar ese ingente esfuerzo. Además, soy demasiado egocéntrico, y creo que sólo podría narrar una roman a clef (sí, qué cursi), pero mi reposada vida impide que de ello salga una trama medianamente dinámica, por lo que tendría que expresar mi interioridad y siento demasiado pudor como para exponerme de ese modo. Una vez lo intenté, pero salió en el mercado Los nenes de Patricio Fernández y desistí inmediatamente, porque –no sé si por mi gen chaquetero chilistaní que se manifestó o por auténticas pulsiones justicieras– me pareción un exceso darle un caracter novelesco a las tomateras de los fundadores del The Clinic. O sea, creo que vale la pena que se sepa de ellos, pues han hecho un medio muy interesante y valioso, pero no me da el pudor como para leer una prosografía autochupante de pico. Cómo sabes que la novela es así y que no tiene un valor literario semejante a otras roman a clef, como las de Henry Miller, Cortázar o Bolaño, si no la has leído, preguntarás, y responderé que basta leer la parte editorial del Clinic para que te des cuenta de que ellos están en un estado de autoexaltación y vanidad superlativo como para destilar algo más que una mirada al espejo mostrando músculos. Y bueno, creo que tan importante como saber qué leer, lo es saber qué no leer.
En cambio, pensándolo bien, creo que si fuera editor sería interesante promover una novela basada en alguna generación salida del Saint George. Algo pasa en ese colegio que surte de gente con una voluntad expresiva tan alta como su autoestima. En el mundo cultural chilistaní está lleno (los mismos clínicos, según creo), y nosotros conocemos bastantes ex alumnos gracias a haber estudiado en la universidad de elite de este país. Según lo proyectaría, el eje de esa novela estaría entre el Parque Forestal y Las Condes, y sería una especie de remasterización de Donoso y otros escritores obsesionados con el modus vivendi de la gente de plata. Capaz que sea una novela exitosa, pues habría rubias, sexo, culpa y rock and roll, pero la verdad, no me interesa. Es que soy demasiado ñuñoíno como para eso, por lo que lo mío, probablemente tenga que ver –en términos literarios– con curaos de esquina, piños de vagos, artistas incomprendidos y/o fracasados sin capital social, enamorados sin nada que ofrecer, viejas culiás y un gentío de suches destinados a puestos medios, en circunstancias extraordinarias que, sin embargo, sólo producen reflexiones incapaces de cruzar –en términos geográficos– más allá de la cordillera de Los Andes, y –en términos temporales– el aquí y el ahora.
De todos modos, de alguna manera estoy cagado por la decisión de haber estudiado en la Católica. Cuando llegué al primer día de clase, no podía creer que era cierto que existía una masa tan grande de cuicos. Salvo excepciones, todos venían de colegios más caros que el prestigioso –vaya uno a saber por qué– Manuel de Salas, hablaban inglés, francés o alemán y desconocían por completo la Plaza Ñuñoa, pese a que está a cuadras del Campus Oriente. No es que me sintiera como Machuca, pero tuve que pasar por algunos procesos de adaptación, como por ejemplo no hablar mal del Opus Dei delante de una rubia, porque seguro pertenece a la orden (algo que me pasó al tercer día de clase). Claro, al final me apapté y rejunté con quienes eran más parecidos a mí, y hasta terminé disfrutando más del sushi que de los completos (aunque nunca jamás en la vida cambiaría la modesta cerveza por el vino u otro trago). Como habrá sido la influencia de la pontificia universidad que me hice hasta anticatólico, en circunstancias en que antes jamás en la vida me había preocupado o dejado preocupar por las monsergas de la religión instituida, pues ésta simplemente no llegaba sino tangencialmente a mi ñuñoíno y laico contexto. En suma, llegué a un mundo que sabía que existía, pero que en verdad no creía que existiera (fue de verdad un impacto conocer jóvenes del Opus Dei, no sé, como que de alguna manera no veía cómo eso fuera posible). Como te decía, de algún modo todos esos años en la universidad (que tú y yo sabemos fueron más de los prudentes), me dejaron una impronta difícil de borrar, pero de la que a la vez reniego, un poco.
Además de ese grave problema acerca de no tener nada que decir, otro factor que me inhibe escribir ficción tiene que ver con otras decisiones en la vida. En el liceo me gustaba castellano e historia, y la síntesis que encontré fue el periodismo. Fuera de constatar la puerilidad de mi ser en tan tierna edad (porque de verdad el periodismo es como el número uno, el mínimo común múltiplo por antonomasia, y perdónenme si me equivoco que de matemáticas lo poco que sabía se me olvido desde que logré saber que mi promedio de notas fue 4,5 en la universidad), eso implicó situarme en un contexto depresivo de ambos originales intereses. Sin embargo, encontré un sucedáneo: la política de cafetín. Vaya a saber uno qué genio oscuro me hizo caer en los 90, una vez pasada toda efervecencia y caído en la cabeza el Muro de Berlín (en los juegos olímpicos yo hinchaba por la Unión Soviética), en la idea de que por ahí iba la cosa. La verdad no he militado ni en los boy scouts, pero de que gasté saliva en retórica seudoizquierdista, la gasté.
Con ese background, al salir de periodismo y darme cuenta que no servía prácticamente para nada ese cartón, me puse a estudiar historia, porque era más concreta, más política. Lo pasé muy bien haciéndolo y me fue muy bien, pero no tardé en decepcionarme, porque descubrí que la carrera académica había que pavimentarla con las rodillas y porque en verdad crear un discurso histórico legitimado requería de un esfuerzo mayúsculo en relación a lo modesto de los resultados. Hice mi tesis sobre el Apóstol Santiago en Chile (vaya uno a saber qué otro genio malévolo me llevó a un lugar tan lejano) y concluí que es una lata estar en los archivos. No lo puse en mis conclusiones, pero ese fue el resultado principal del asunto. La verdad, y modestia aparte, la tesis me quedó bacán, pero despertó un interés académico cercano a cero, pues todos estaban abocados al ámbito temático más fome que se me puede ocurrir: el siglo XIX chileno y el proceso de construcción de nación.
Tras marrar en ese último intento vocacional, mi vida corrió por los derroteros del trabajo, cosa de la que no voy a hablar, porque eso sí que es fome, y aquí me encuentro, contándote naderías acerca de nada. O más bien acerca de mi relación con el mundo de las letras, que la verdad se reduce a este blog y a un intento por participar en el concurso de cuentos de la Revista Paula con una historia que publiqué aquí tras perder (la lección de ajedrez), la cual probablemente encontraron anticuada o fuera de los target de interés, como mi tesis (la que está en el escritorio de un editor de la editorial Taurus, a la espera de un rechazo bien probable. Al menos espero que no me pase como a un compañero de historia, que mandó su tesis sobre la siutiquería a una editorial, le dijeron que era interesante, pero que no, y al rato apareció el libro de esa misma editoria con el tema de mi amigo, tratado por otros autores, con el descaro de ponerlo a él en los agradecimientos).
Bueno, tal vez la salida para mi problema esté en eso que conversamos al iniciar el episcolario, que un editor encuentre interesante este intercambio y lo publique, o que alguien me pague y escribir por encargo. No sé, no encontraría tan patético ser el escritor invisible de la autobiografía del Chupete Suazo.
viernes, 23 de enero de 2009
episcolario: back to us
Andrés,
Hace poco leí una noticia sobre un estudio que concluía que las personas con el dedo anular más largo solían ser más exitosas y tener mayores ingresos. Fue una investigación hecha a corredores de bolsa, brokers y toda esa gente que de haber vivido en la Edad Media hubiese terminado en una hoguera. Desde que la leí, me levanto 10 minutos más temprano para estirarme el dedo anular hasta que quede más largo que mi dedo medio. Aún no detecto progreso ni en mi mano ni en mi cuenta bancaria, pero es todo el esfuerzo que estoy dispuesto a hacer para ser más exitoso.
Eso es lo que me importan los ránkings, un ejercicio entretenido cuando estás curado y se acabaron los temas en común, pero que en verdad tienen tanta validez como el ránking de esa entidad chanta de historiadores de fútbol de Alemania que a veces pone a clubes chilistaníes como el Colo, la U o la Católica en su top 100. Es cierto que esos listados te dan una idea de quién tiene éxito y quién no, pero de ahí a determinar el orden de los puestos o tu valía personal… me parece que es tan arbitrario como los ránkings de colegios de la Revista El Sábado. Figuran todos los colegios caros que uno conoce (cómo no, si cuestan 400 lucas al mes. Lo mínimo que debieran producir es tres premios Nobel por generación, una Miss Universo y un par de deportistas de elite en disciplinas caras, idealmente un esquiador (que de algo les sirva a sus papás tener un refugio en la nieve), un golfista negro, un motociclista que no se desmaye en el Dakar y un automovilista que no pase chocando murallas de concreto ni se vuelque en las dunas como Eliseo Fracasar). También salen esos establecimientos "revelación" ("El Wellington Academy School es un colegio pequeño pero con un currículum muy progresivo…", "el Instituto Alemán de Puyehue dio que hablar en el último SIMCE…") y que desaparecen al año siguiente porque en definitiva esas listas son confeccionadas con el mismo rigor metodológico de las encuestas de desempleo.
Las noticias sobre estudios científicos tontos ("Universidad japonesa concluye que bebedores de Coca Cola tienen erecciones más duraderas"), temas insólitos tipo canal Infinito ("Chupacabras regresa a la escena del crimen"), cretinismo chilistaní ("Nace una nueva tribu urbana: los pokelais") y lo último que pasó en Yingo y los matinales es lo único que leo del diario. Si me interesara la gente exitosa, miraría la Vida Social, que más parece el álbum familiar de cuatro familias endogámicas a una generación de distancia de tener hijos mongólicos.
A menos que alguno de nosotros lo pique una araña radioactiva y se convierta en superhéroe, su grado relativo de éxito no va a cambiar la percepción original que creamos de nuestras personas y cimentamos a lo largo de nuestro paso por la universidad. Para mis compañeros, yo siempre voy a ser el tipo que iba a clases al Bahamondes y se pasaba las causales por el culo, tú siempre vas a ser conocido como un patán y otras personas a quien no voy a nombrar porque no me han dado permiso, van a seguir siendo recordadas por cualquier cosa menos su currículum. Entre ellos figuran el tipo que se organizó tres despedidas de soltero y coleccionaba botellas de pisco (JLF), el que no tenía cuello (GM), el que era bueno para la pelota pero se lesionaba la rodilla si lo miraban feo (JN) y un largo etcétera de irrelevancias. Es lo mismo que pasa con las reuniones de compañeros de colegio. El tonto del curso va a seguir siendo considerado tonto a pesar que haya llegado en un Ferrari, al que se hizo pipí en cuarto básico lo van a seguir molestando por lo mismo y las minas ricas van a seguir creyéndose ricas pese a que ahora no te muevan un pelo.
Personalmente, me encuentro en el mejor trabajo de mi vida y si me preguntas cómo llegué ahí me sería imposible responder. Cada vez que me depositan el sueldo o me voy para la casa al final del día, me río solo y pienso cuánto más se van a tardar en desenmascararme. Tan sólo tres años atrás estaba metido en un pueblo tapado de nieve, estudiando un máster que no servía para nada, trabajando como empaquetador en un galpón semi abandonado para una firma de aparatos para la audición junto a un bielorruso y un mexicano que no sabía que España era parte de Europa, y por las noches hacía de corrector de prueba en el diario local. Algo pasó entre medio que me llevó a ahorrar plata, comprarme un auto, buscar un trabajo que pagara mejor y finalmente salir del condado de Hazzard. ¿Qué si acaso fue mi espíritu de superación o mi ambición personal? Imposible, porque ambos están congelados desde cuarto medio. Todo pasó sin planificación alguna y es tan posible que en tres años más te esté escribiendo otro mensaje como éste, pero desde un cibercafé y poniéndote un currículum como attachment para que me encuentres pega. O, quién sabe, quizás estemos teniendo esta conversación en vivo en un Teletrak (porque en el Club de la Unión no va a ser).
Concuerdo también con tu apreciación sobre la mortalidad y vivir el presente. Lo único que me interesa más allá de seguir pasándolo bien hoy y ahora es escribir una novelita y ver si a alguien le gusta. Cuando me muera, espero que alguien la compre en una librería de viejos o bien que obliguen a los pendejos a leerla en el colegio y me odien tanto como yo odié a los autores del currículum del ministerio de Educación (pero esto último lo dudo). Por otro lado, el impulso de no hacer nada más que el mínimo y seguir procrastinando ha probado ser más fuerte estos 34 años y es muy posible que siga siendo así en los que vienen. Un día de estos voy a demandar a Google por arruinarme la vida y hacerme adicto a sus malditos servicios en desmedro de actividades más productivas. Va a ser una demanda de esas que sientan jurisprudencia, como las de los fumadores a las tabacaleras que supuestamente ocultaron información acerca de lo mal que hacía su producto ("¿Cómo íbamos a sospechar que el tabaco te deja los dientes amarillos y un aliento como el culo?"). Seguramente me van a pagar millones de indemnización y luego, para lavar su imagen, donarán plata a orfanatos y Techos para Chile así como organizar foros ciudadanos con ecologistas, políticos y artistas callejeros, todo con el fin de combatir la adicción a Internet.
En definitiva, pensar sobre tu éxito no sólo es inconducente sino que majadero. Como bien dices, es el equivalente a ver goles repetidos. Es más, es como ver los goles picantes de la liga chilistaní en el 7, 9, 11 y 13 el domingo en la noche y luego repetirse el plato el lunes en UCV televisión.
Pasando a un tema más agradable, cada vez me reconcilio más con Chilistán (no así con los chilistaníes, la estirpe más tonta del planeta). Ni siquiera las nimiedades contra las que hubiera despotricado años atrás me molestaron este último viaje (el festival "Teatro a Mil", en que la mitad de las obras son monólogos de actores como Pato Achurra sobre "cómo somos los chilenos en la cama", viajar en el Metro post-Transantiago (experiencia que al menos ya no me hace sentir como en un vagón de refugiados rumbo a un campo de concentración) o una televisión con matinales cubriendo en vivo la última montaña rusa de Fantasilandia, cadena nacional de "videos locos", reality shows fomes protagonizados por marginales en riesgo social y que a ratos parecen filmados por una cámara de Redbanc; y programas juveniles con minas con silicona en que las tomas son tan rápidas que es imposible correrse la paja). Tal vez el regreso a Chilistán esté más cerca de lo pensado.
Claro que hizo falta la de pisco (y después las llamadas telefónicas a las 2 de la mañana a todos nuestros conocidos). Vuelvo dentro de pocos meses a enmendar ese error, pero sería bueno que juntaras unas chauchas (sólo el pasaje, todo lo demás es cortesía de la casa) y más adelante nos tomáramos una aquí mismito, vomitando en las escaleras del Capitolio y terminando "escoltados" por dos "Men in Black" tras hacer un cara pálida frente a la Casa Blanca.
Un gran abrazo y seguimos al habla.
jueves, 22 de enero de 2009
episcolario: visita a la fértil provincia
Tras tu visita a Chilistán me surgieron algunas reflexiones que creo interesante comentar.
Lo primero es que al ponerme a escribir me percaté que era absolutamente necesaria una cortaíta de uñas para no dañar el teclado, lo que da cuenta de mi estado de entumecimiento mental, pues –pese a las promesas (ver entrada de más abajo)– no he escrito un párrafo consistente desde hace meses (siempre en el caso de que haya escrito uno alguna vez). De algún modo eso fue acicateado por tu presencia. No lo tomes a mal, pero las sucesivas juntas con nuestros ex compañeros me dejaron la sensación de que la vida y el tiempo son elementos que simplemente sirven para corroborar el funcionamiento de las leyes biológicas del crecimiento vegetativo. Nuestros temas, actitudes y entretenciones y motivaciones siguen siendo exactamente las mismas, pero en estados de desarrollo distintos. ¿Qué hay de nuevo? Menos pelo, más guata, mejor copete y algunas guaguas. Tengo la impresión de que cada encuentro fue como una junta para ver el mismo gol convertido hace siglos, pero desde ocho ángulos distintos. En fin. Por algo a los niños les gusta lo recursivo. El mismo cuento, el mismo juguete, la misma frazada. Así, de adultos somos tan refractarios a los cambios y tan acríticos de lo que siempre ha estado, como la cordillera, el smog, carcuro, o la teletón.
Eso sí, hubo una conversación recurrente que me parece digna de hacer mención. Esa acerca de quién es el más exitoso de nuestra generación de periodistas que entramos a la Escuela de Periodismo de la PUC en el ya desteñido por el olvido año de 1994. En dicha legión se encuentran animadoras del Festival de Viña y otros rostros, directores de medios y agentes culturales que –según me imagino– comienzan a acostumbrarse a besos en los pies. Todos, cual más cual menos, han arrancado del sino reporteril de millares de sabandijas a todo sol esperando una cuña, y bueno, eso sí es éxito. Sin embargo, quedé preguntándome por la medida de ese éxito. ¿Plata? sin duda. ¿Fama? por qué no. ¿Prestigio? califica. ¿Familia, casa, mujer e hijos? también.
A decir verdad, durante el proceso de construcción del ranking comencé a sentirme empequeñecido. Ninguna de las categorías me sitúan como digno de mención. Claro, podría haber argumentado que la medida del éxito de cada uno depende de los propósitos personales, por lo que no existen metas objetivas, sino subjetivas y por tanto, nadie es comparable. De este modo, en mi caso, todos los propósitos se me han cumplido. Vivo sin estres, tengo tiempo, no me aburro y hasta he logrado que me de boleto la chica que en el liceo no me pescó ni en bajada. Podrá decirse que este último logro en particular es de una naturaleza similar al campeonato de la U después de 25 años sin ser campeón, pero uno –que es colocolino– sabe que de nada vale ese momento si después deja de rotar el motor que te mantiene erguido y entusiasta (y te compra la UDI, tragándote todos los insultos al rival y sigues sin ser campeón, cultivando el culto al fracaso).
¿A dónde voy? No sé. Tal vez sea a que a lo único que le he dedicado suficiente energía en la vida es a sentirme vivo. No es sólo asunto de faldas –que en eso lo he pasado tan bien como mal, pero que en la suma me veo al espejo y siento cierta estima por mis cicatrices– sino que a la disposición frente al mundo mediante mediante la cual éste es por momentos otro, del color de tu mirada (que a veces puede ser color de hormiga, pero también a veces en technicolor). A ratos me recuesto a abrumarme con datos hostiles para un organismo como el mío, pensando en 4.000 millones de organismos similares e iguales en derechos, pero profundamente desiguales en experiencias, deseos, perspectivas, qué sé yo. En cien años más la tierra se habrá tragado a los 4.000 millones y habrán ¿cuántos? 7.000 mil millones, 8.000 mil que no han nacido, o tal vez muchísimos menos. Y qué habrá sido de la vida de cada cual de nuestros contemporáneos. Desde luego no creo que estaremos ordenándonos a la diestra o siniestra del señor, según como se haya comportado cada cual en el tránsito de la vida terrenal. Algunos serán reconocidos y admirados y hasta puede que recordados pasados los siglos, pero casi todos pasaremos a ser datos estadísticos o –en el mejor de los casos– creadores de figuras de arena en las playas, entre ola y ola.
No pienses que estas palabras las escribo con melancolía. Si supiera que mediante un gran esfuerzo lograría convertirme en un icono para Chilistán o un segmento del país, me daría lata hacerlo. Me daría lata convertirme en el icono incluso. Tampoco pienses que me ha atrapado algún espíritu new age que me ha hecho renegar de la materialidad de la existencia, de la realidad. Sin embargo, creo que el sentido de todo está en el imperio del presente y la capacidad para hacerle frente, la radicalidad de los sentidos y la capacidad de la imaginación para convertir el caos en belleza.
En fin. Creo que me he estado poniendo grave en este correo, por lo que pasaré a asuntos más festivos. Felicitaciones por tu entrevista con Alejandro Guillier en ADN sobre el cambio de mando en Estados Unidos. Creo que estás sentando sólidas bases para convertirte en un referente en todo lo que respecte a las noticias que nos deparará Babilonia. Como te decía en un correo privado, ya podrás sacar credenciales de estadosunidiólogo y vender tu perspectiva acerca de lo que haga o deje de hacer Obama. Por mi parte te seguiría con gusto, siempre y cuando, por debajo, me aclararas sinceramente las cosas que podría encontrar ambigüas de tus reflexiones. Por mi parte, me pliego a los parabienes al nuevo presidente del imperio (nos deberían dar nacionalidad gringa a todos, digo yo, como pasó con Roma) y hago acto de fe en las capacidades simbólicas entreveradas. No es que crea que estamos ante una nueva época de claridad y buena inspiración política, pero me dan ganas de que así sea. Bueno, al menos salió cagando el monicaco de Bush, lo que ya es bastante.
Para no acabar con la imagen de aquel despreciable, te comento simplemente que me alegra habernos visto, aunque haya quedado pendiente su botella de pisco, la cocacola, hielo y sólo dos vasos altos.
Salú
domingo, 11 de enero de 2009
labor
Salú