Estimado:
Siento una gran alegría al saber que estás escribiendo una novela. La verdad es que –a juzgar solamente por tu blog y lo que generosamente aportas a éste– creo que podría ser algo muy bueno. De más está decirte que si requieres de mi ayuda para criticarla o comentártela, ahí estaré.
Aunque en verdad ese aporte supone que tengas en consideración que yo tenga algún talento literario, lo que es de alguna manera dudoso. No es que me esté tirando al piso. Sé positivamente y sin falsa modestia que escribo bien. Mal que mal vivo de eso. Pero distinto es dejar impecable alguna nota periodística, algún libro de innovación o textos escolares –que es lo que básicamente he hecho, con gratificaciones enormes, pensando particularmente en las elaboraciones que hice junto a mi amigo Tato para el Museo Histórico Nacional– a recrear una narración en la que estén involucrados elementos, personajes, frases y palabras capaces de erguir un mundo con una textura y misterio particulares que produzcan esa sensación de placer cercana a la magia ya la vida que no tantas veces he sentido al leer algo de alguien.
Eso me inhibe bastante. Todos mis aspavientos literarios acaban cuando siento, al releer, esa vergüenza extraña, que es muy similar cuando voy al teatro, comienza la obra y los actores comienzan a hablar con la intención de atraparte en algo tan claramente ficticio y artificioso. Muchas veces me pasa al exponerme a algo creado por otro, una especie de rabia pequeña al preguntarme por qué ese alguien (escritor, artista o intelectual) tiene esa voluntad de someterme (a mi y a otros) a algo que salió principalmente de la vanidad de su yo, tal como mi gato cuando me mea el sofá. Por eso tal vez es que no avanzo con la ficción y suelo preferir leer a autores muertos.
En suma, no creo tener nada tan imperioso o interesante que decir, como para desplegar ese ingente esfuerzo. Además, soy demasiado egocéntrico, y creo que sólo podría narrar una roman a clef (sí, qué cursi), pero mi reposada vida impide que de ello salga una trama medianamente dinámica, por lo que tendría que expresar mi interioridad y siento demasiado pudor como para exponerme de ese modo. Una vez lo intenté, pero salió en el mercado Los nenes de Patricio Fernández y desistí inmediatamente, porque –no sé si por mi gen chaquetero chilistaní que se manifestó o por auténticas pulsiones justicieras– me pareción un exceso darle un caracter novelesco a las tomateras de los fundadores del The Clinic. O sea, creo que vale la pena que se sepa de ellos, pues han hecho un medio muy interesante y valioso, pero no me da el pudor como para leer una prosografía autochupante de pico. Cómo sabes que la novela es así y que no tiene un valor literario semejante a otras roman a clef, como las de Henry Miller, Cortázar o Bolaño, si no la has leído, preguntarás, y responderé que basta leer la parte editorial del Clinic para que te des cuenta de que ellos están en un estado de autoexaltación y vanidad superlativo como para destilar algo más que una mirada al espejo mostrando músculos. Y bueno, creo que tan importante como saber qué leer, lo es saber qué no leer.
En cambio, pensándolo bien, creo que si fuera editor sería interesante promover una novela basada en alguna generación salida del Saint George. Algo pasa en ese colegio que surte de gente con una voluntad expresiva tan alta como su autoestima. En el mundo cultural chilistaní está lleno (los mismos clínicos, según creo), y nosotros conocemos bastantes ex alumnos gracias a haber estudiado en la universidad de elite de este país. Según lo proyectaría, el eje de esa novela estaría entre el Parque Forestal y Las Condes, y sería una especie de remasterización de Donoso y otros escritores obsesionados con el modus vivendi de la gente de plata. Capaz que sea una novela exitosa, pues habría rubias, sexo, culpa y rock and roll, pero la verdad, no me interesa. Es que soy demasiado ñuñoíno como para eso, por lo que lo mío, probablemente tenga que ver –en términos literarios– con curaos de esquina, piños de vagos, artistas incomprendidos y/o fracasados sin capital social, enamorados sin nada que ofrecer, viejas culiás y un gentío de suches destinados a puestos medios, en circunstancias extraordinarias que, sin embargo, sólo producen reflexiones incapaces de cruzar –en términos geográficos– más allá de la cordillera de Los Andes, y –en términos temporales– el aquí y el ahora.
De todos modos, de alguna manera estoy cagado por la decisión de haber estudiado en la Católica. Cuando llegué al primer día de clase, no podía creer que era cierto que existía una masa tan grande de cuicos. Salvo excepciones, todos venían de colegios más caros que el prestigioso –vaya uno a saber por qué– Manuel de Salas, hablaban inglés, francés o alemán y desconocían por completo la Plaza Ñuñoa, pese a que está a cuadras del Campus Oriente. No es que me sintiera como Machuca, pero tuve que pasar por algunos procesos de adaptación, como por ejemplo no hablar mal del Opus Dei delante de una rubia, porque seguro pertenece a la orden (algo que me pasó al tercer día de clase). Claro, al final me apapté y rejunté con quienes eran más parecidos a mí, y hasta terminé disfrutando más del sushi que de los completos (aunque nunca jamás en la vida cambiaría la modesta cerveza por el vino u otro trago). Como habrá sido la influencia de la pontificia universidad que me hice hasta anticatólico, en circunstancias en que antes jamás en la vida me había preocupado o dejado preocupar por las monsergas de la religión instituida, pues ésta simplemente no llegaba sino tangencialmente a mi ñuñoíno y laico contexto. En suma, llegué a un mundo que sabía que existía, pero que en verdad no creía que existiera (fue de verdad un impacto conocer jóvenes del Opus Dei, no sé, como que de alguna manera no veía cómo eso fuera posible). Como te decía, de algún modo todos esos años en la universidad (que tú y yo sabemos fueron más de los prudentes), me dejaron una impronta difícil de borrar, pero de la que a la vez reniego, un poco.
Además de ese grave problema acerca de no tener nada que decir, otro factor que me inhibe escribir ficción tiene que ver con otras decisiones en la vida. En el liceo me gustaba castellano e historia, y la síntesis que encontré fue el periodismo. Fuera de constatar la puerilidad de mi ser en tan tierna edad (porque de verdad el periodismo es como el número uno, el mínimo común múltiplo por antonomasia, y perdónenme si me equivoco que de matemáticas lo poco que sabía se me olvido desde que logré saber que mi promedio de notas fue 4,5 en la universidad), eso implicó situarme en un contexto depresivo de ambos originales intereses. Sin embargo, encontré un sucedáneo: la política de cafetín. Vaya a saber uno qué genio oscuro me hizo caer en los 90, una vez pasada toda efervecencia y caído en la cabeza el Muro de Berlín (en los juegos olímpicos yo hinchaba por la Unión Soviética), en la idea de que por ahí iba la cosa. La verdad no he militado ni en los boy scouts, pero de que gasté saliva en retórica seudoizquierdista, la gasté.
Con ese background, al salir de periodismo y darme cuenta que no servía prácticamente para nada ese cartón, me puse a estudiar historia, porque era más concreta, más política. Lo pasé muy bien haciéndolo y me fue muy bien, pero no tardé en decepcionarme, porque descubrí que la carrera académica había que pavimentarla con las rodillas y porque en verdad crear un discurso histórico legitimado requería de un esfuerzo mayúsculo en relación a lo modesto de los resultados. Hice mi tesis sobre el Apóstol Santiago en Chile (vaya uno a saber qué otro genio malévolo me llevó a un lugar tan lejano) y concluí que es una lata estar en los archivos. No lo puse en mis conclusiones, pero ese fue el resultado principal del asunto. La verdad, y modestia aparte, la tesis me quedó bacán, pero despertó un interés académico cercano a cero, pues todos estaban abocados al ámbito temático más fome que se me puede ocurrir: el siglo XIX chileno y el proceso de construcción de nación.
Tras marrar en ese último intento vocacional, mi vida corrió por los derroteros del trabajo, cosa de la que no voy a hablar, porque eso sí que es fome, y aquí me encuentro, contándote naderías acerca de nada. O más bien acerca de mi relación con el mundo de las letras, que la verdad se reduce a este blog y a un intento por participar en el concurso de cuentos de la Revista Paula con una historia que publiqué aquí tras perder (la lección de ajedrez), la cual probablemente encontraron anticuada o fuera de los target de interés, como mi tesis (la que está en el escritorio de un editor de la editorial Taurus, a la espera de un rechazo bien probable. Al menos espero que no me pase como a un compañero de historia, que mandó su tesis sobre la siutiquería a una editorial, le dijeron que era interesante, pero que no, y al rato apareció el libro de esa misma editoria con el tema de mi amigo, tratado por otros autores, con el descaro de ponerlo a él en los agradecimientos).
Bueno, tal vez la salida para mi problema esté en eso que conversamos al iniciar el episcolario, que un editor encuentre interesante este intercambio y lo publique, o que alguien me pague y escribir por encargo. No sé, no encontraría tan patético ser el escritor invisible de la autobiografía del Chupete Suazo.
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