Comparto tu perplejidad respecto de tu nuevo status laboral. Me pasó lo mismo hace unos años, cuando declaré a quien quisiera escuchar que me retiraba del periodismo y no volvía a esclavizarme con la actualidad de un diario cual jubilado haciendo hora para que llegue su compañero de ajedrez. Juraba que de ahora en adelante la academia sería lo mío, pero dos años en una universidad gringa me convencieron de lo contrario. Pese a que sigo retirado de la profesión, mi trabajo me obliga a estar pendiente de todo y por lo tanto no puedo desintoxicarme de la prensa y vivir mi sueño de vivir aislado en mi casa, escribiendo desde mi refugio atómico subterráneo. Algún día me gustaría que me hicieran una intervención de esas que salen en la tele, donde entras al living y de sorpresa te encuentras con todos tus seres queridos mirándote con cara de preocupación. Ojalá me prohibieran seguir leyendo diarios y viendo canales de noticias, que a estas alturas es casi lo único que miro en la tele.
Una cosa que me imagino ha sido favorable es el flujo de caja. Ya hemos llorado bastante con eso de esclavizarse a un trabajo, pero siempre es bueno recordar que la vida de empleaducho suele tener un beneficio: no pensar en qué animal vas a tener que cazar mañana para parar la olla. Estoy leyendo un ensayo del economista alemán Werner Sombart acerca de por qué el socialismo nunca echó raíces en EE.UU y se detiene bastante en el hecho que los trabajadores gringos, al tener un estilo de vida relativamente más alto que el europeo, sencillamente se achancharon y nunca construyeron redes solidarias como las de los otrora ideologizados sindicatos de Europa. Naturalmente, hay miles de otros factores que refuerzan el fenómeno – el duopolio Demócrata-Republicano, la influencia de la frontera para atizar el desplazamiento geográfico de los trabajadores (y por ende la imposibilidad de crear comunidades arraigadas), el endiosamiento de la propiedad privada, las constantes oleadas migratorias que reforzaban las identidades étnicas en vez de las de clase, las luchas entre grupos étnicos avivadas desde la gerencia, etc. – pero siempre volvemos a cómo la aparente seguridad económica en una época de inseguridad absoluta nos termina domesticando y escondiendo al viejo yo criticón debajo de la alfombra.
Hablando de divisiones entre los trabajadores, el otro día me pasó algo curioso. Resulta que en mi trabajo ultra políticamente correcto, tenemos meses para homenajear todo: a la mujer, la comunidad homosexual, los hispanos, los asiáticos, etc. En este momento está terminando el mes del orgullo gay. Una de las actividades que organizaron fue una charla con una abogada acerca de la discriminación legal hacia las parejas homosexuales en asuntos como la jubilación, adopciones, herencias, etc. Todo se centraba en las maneras en que distintos estados han tratado de aprobar legislación para consagrar las “uniones civiles” (eufemismo para matrimonio homosexual y tema sobre el que Frei 2.0 está “abierto” a conversar pero no a hacer algo) y aminorar los efectos de una ley federal aprobada en los tiempos de Clinton (lo que confirma mi postura de no inscribirme jamás en registro electoral alguno) que define el matrimonio exclusivamente como la unión entre un hombre y una mujer. Una de las cosas interesantes de un gobierno federal es ver las diferencias regulatorias que se dan en un mismo país y cosas como que mientras Washington, DC se apresta a legalizar las uniones civiles, en Ohio la constitución del estado les prohíbe cualquier derecho como pareja. Más fascinante aún es ver cómo las organizaciones pro y anti matrimonio gay trabajan detrás de las sombras, forman coaliciones con otros grupos (inmigrantes, jubilados, etc.) para aprobar determinada legislación y en general consiguen logros en un ambiente dominado por las escaramuzas y la propaganda.
Pese a que, como sabrás, éste nunca ha sido un tema que me quite el sueño, sí me interesa ver cómo una sociedad que se compra tanto sus mitos mesiánicos de libertad y justicia y hasta hace poco se vanagloriaba de logros tan ridículos como haber “liberado” a las mujeres de Afganistán, le niega de forma tan rampante derechos a ciertos segmentos de su población. Algo que me llamó la atención fue que en el público solamente habíamos dos heterosexuales, evidencia del desinterés que genera el tema entre la gente pretendidamente progre de mi trabajo. No debiera sorprenderme, porque lo mismo ocurre durante los otros meses. A las actividades de los negros, va una mayoría de afroamericanos, a las de los asiáticos asiste una mayoría de orientales, etc. De todas formas, el trabajo no define a la gente y en general las personas, progres o no, son poco ideologizadas. Una vez terminada la charla de la abogada, una colega lesbiana se me acercó para agradecer mi asistencia. No supe qué contestarle. Yo no lo encuentro nada anormal y, como te dije, me sorprende más que otra gente que se dice progresista (no como yo), no sintiera curiosidad alguna por los problemas de sus compañeros de trabajo.
Pues bien, esa es la primera parte de mi historia. El segundo capítulo tuvo lugar la semana pasada, cuando mi sindicato tuvo una reunión de miembros. Uno de los temas en la agenda era el exigir mejor compensación para los empleados bilingües, ya que dado nuestro conocimiento de un segundo idioma terminamos haciendo más trabajo que los que solamente hablan inglés. A modo de ejemplo, mi pega es exactamente igual al de la demás gente en mi departamento, con la diferencia que dado que soy el único hispanoparlante, edito todas nuestras publicaciones en español. La propuesta fue escuchada pero encontró resistencia entre algunos de los asistentes. Uno de ellos era una afroamericana que justo la semana anterior había estado reclamando por las disparidades legales que impedían que su pareja (mujer) fuera carga en su isapre. Quedé para adentro. Uno de sus argumentos para oponerse a una mejor paga para los hispanoparlantes era que ella también hablaba un segundo idioma, el creole, que en este país solamente tiene presencia en Louisiana. Yo le dije que no teníamos ningún miembro que hablara creole y, por el contrario, tenemos cientos de miles de hispanoparlantes, los que aumentan día a día. Su respuesta fue que eso daba lo mismo. Si no es porque la discusión terminó por falta de tiempo, no sé en qué habría acabado. Todavía no puedo creer que por envidia o por esa pueblerina mediocridad gringa que se resiste a aprender un segundo idioma, una trabajadora supuestamente oprimida esté dispuesta a cagarse a sus propios colegas.
La pertenencia a un grupo étnico o el tener una determinada orientación sexual no te obliga a tener un solo tipo de ideas o simpatías políticas – de hecho, este fin de semana conocí a un homosexual que trabaja en el departamento de marketing de la Asociación Nacional del Rifle – pero en este caso la hipocresía me dio nauseas. Es como decir: “¡sí a los derechos de los homosexuales y los afroamericanos, pero a la mierda con esos espaldas mojadas que hablan idiomas raros!”. No lo entiendo y es más, me parece una nueva confirmación de todas mis ideas sobre el multiculturalismo y la neurosis identitaria.
Pero no nos pongamos tan densos. La vida en este manicomio me sigue tratando bien y veo que por tu parte Chilistán te agasaja de lo mejor, pese a que por el momento te veas abrumado por el trabajo. Toda la misantropía que a veces se respira en nuestros mensajes es preocupante, pero quiero creer que más bien obedece a que es más fácil criticar (me recuerda al slogan mamón de nuestros rivales electorales en la universidad) y que, asimismo, va a disminuir con el tiempo. El fin de semana vi la última película de Woody Allen y es precisamente una oda a la misantropía. Sus personajes principales suelen ser neuróticos y odiosos pero el de esta oportunidad es particularmente huraño.
Trata a todo el mundo de “gusano” o “zombi descerebrado”, incluyendo a los niños cuyas madres le pagan para enseñarles a jugar ajedrez. Espero que no lleguemos a ese nivel.
Lo poco prolífico se debe a varias cosas. Entre ellas, trabajo, flojera y los preparativos para la llegada del Mesías, lo que implica cambiarse a un departamento más grande. Hoy firmo contrato. La novela sigue estancada virtualmente donde mismo y es más, tuve el descaro de intentar lanzarme con otra. Escribí algo así como seis páginas antes de desinflarme. Creo que a estas alturas debiera dedicarme a escribir novelas de acción. Mi sueño es que me paguen por producir novelas de esas que se vendían en los quioscos hasta los años 80, cuando el chilistaní medio (y en general la gente en todo el mundo de habla hispana) leía algo más que las instrucciones para instalar la tele de 50 pulgadas y era capaz de escribir frases con vocales, sujeto y predicado en vez de mensajes de texto a través de un celular o, peor aún, Twitter, el enemigo número uno de lo que queda de civilización. Creo que sería una excelente forma de fomentar la lectura en estos tiempos. He conversado la idea con harta gente, incluyendo editores, pero en general me han tomado tan en serio como si les estuviera vendiendo una propuesta para esterilizar a la población a través del agua potable.
A Chilistán voy en septiembre y luego me repliego a esperar al primogénito, que arriba en diciembre. Espero que nos alcancemos a ver y tal vez tener por primera vez en la historia una reunión oficial del comité editorial del cuasi difunto Citizen.
Un abrazo,
GB.