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martes, 17 de marzo de 2009

episcolario: Chilistán en línea (blogosfera)

Andrés,

Noto un frenesí de actividad en tu blog, lo que me hace sospechar que tu curva de productividad laboral sigue tan plana como el electroencefalograma de Iván Moreira. “Escoba”, me podrás responder, y con razón. Mi nueva excusa para no trabajar es que el clima económico me tiene deprimido. La economía está en la pitilla y por lo tanto mi productividad se ve afectada. Después de todo, soy humano y no puedo abstraerme de la peor crisis financiera mundial desde la Gran Depresión.

También constato y doy la bienvenida a los nuevos comensales. Todavía no me puedo sacar de la cabeza la imagen del pelo púbico medido en cuadrados de cuaderno de matemáticas. Su recuerdo en los últimos días me ha provocado arcadas en los lugares más inapropiados, incluyendo el metro de Washington, D.C. Aprecio también la reflexión de Pastelero sobre el periodismo y su sinceridad al confesar cómo quiso escribir otro de esos comentarios destructivos e inconducentes (es decir, lo que habitualmente subimos al blog) y sin embargo le salió algo más y mejor que nuestra tradicional tirada de piedra con escondida de mano. Si no son un clavo más en el ataúd de la prensa, los diarios gratis son por lo menos un paso adelante en la tontificación progresiva de sus lectores. Por más que los gurúes del periodismo académico los presenten como un modelo exitoso (¿de qué?), no le veo la gracia a esos álbumes de recortes con contenidos pasteurizados. Es más, me parece que son tan informativos como esa huincha horizontal que usan en CNN, pero en un papel que mancha los dedos y sin el agregado de una conductora atractiva. Otra cátedra que pronto van a tener que incorporar al currículum periodístico es la cableología, la disciplina que te enseña a discernir qué cables elegir para armar un diario. En una o dos décadas más, estas mismas compañías van repartir libros para colorear y lápices de cera en cada estación del metro y de a poco irán dejando de lado sus antologías de cables con avisos intercalados. Es el paso lógico después de ofrecer un producto intragable, por muy gratuito que sea.

La anécdota de Tuki en Valparaíso me recordó a mis propias visitas a la Biblioteca Nacional, así como la relación que por años cultivé con distintos actuarios de tribunales, cociendo los expedientes con hilo, gruñéndole a todo quien necesitara su ayuda y discriminando por clase social cual perro callejero. Calificarlo de kafkiana, más allá del cliché, sería darle al asunto una solemnidad que no se merece dada su ridiculez intrínseca. De hecho, más parece un sketch de Hermosilla y Quintanilla pero sin las risas grabadas y el agravante que son estas conductas las que refuerzan injustamente la imagen del empleado público huraño y displicente, caricatura de la que después se cuelgan los privatizadores y demases alimañas que, si de ellos dependiera, cerrarían las bibliotecas por ser un gasto innecesario para un Estado moderno como el Chilistán 2.0 con el que sueñan cuando no están celebrando misas satánicas.

A mí me ocurrió algo similar con el famoso guaifai y la experiencia me llevó a concluir que cuando un país no está listo para adoptar ciertas tecnologías, no tiene para que aparentar cual gil sobregirado en la tarjeta de crédito. Es mejor esperar a que las condiciones culturales sean propicias para asimilar los adelantos de la ciencia. Hace unos años me regalaron una noche gratis en un hotel fifí de Santiago, de esos con sábanas limpias y baño en la pieza. Nunca he entendido cual es la gracia de quedarse en un lugar que te cobra un testículo y medio por traerte el desayuno a la cama y la única diferencia entre el sándwich que te podrías haber preparado tú mismo es que el ave palta que pediste por teléfono viene cubierto por una tapa de aluminio en una bandeja con flores y servilletas dobladas en forma escultórica.

En fin, a caballo regalado no se le mira el diente, me dije, y preparé mi bolso imaginando cómo pasaría la noche en una cama extra-ultra-king size, vestido con una bata de leopardo y mi fez en la cabeza, fumando tabaco en una pipa y ordenando películas porno con el control remoto. Los folletos del hotel fomentaban mi delirio, partiendo por la foto de una de esas familias perfectas con niños vestidos de marinero que sólo existen en la cabeza de los publicistas cocainómanos de Chilistán pero que en la realidad son tan escasas como indeseables. Entre los múltiples servicios que ofrecía figuraba prominentemente la conexión “wi-fi” a Internet. Dado que nunca antes me había conectado por ese medio y, al igual que la simpática señora que atendió a Tuki casi pensaba que Internet se transmitía por la corriente eléctrica, el servicio me entusiasmó. Junto con mis pilchas empaqué mi laptop y partí rumbo al hotel. Para alguien habitualmente reticente a los avances tecnológicos (entre mis vaticinios más errados figuran el pronosticar que el VHS jamás sacaría de circulación al Betamax , jurar que nunca reemplazaría mi colección de casettes por compact discs y descartar a Facebook como una moda pasajera que sólo podía interesar a pedófilos) el abrirme a la posibilidad del guaifai es todo un gesto de humildad.

Cual fue mi sorpresa cuando intenté conectarme a Internet desde mi habitación con vista panorámica a Santiago y mi laptop no recibió señal alguna. Supuse que el problema se debía a mi inhabilidad para entender procesos manuales más complejos que cambiarle la rueda al auto, pero una llamada a la operadora me aclaró las cosas. Después de varios minutos de explicarle que no tenía “el cablecito para conectarse” que me recomendó utilizar y que en sus propios folletos el hotel se quebraba por ser el único de la capital con guaifai, la telefonista me sugirió que bajara al mesón principal. “Ahí seguro que lo pueden ayudar”, me dijo, sin saber que sus palabras reforzaban mi incredulidad.

Este fue el diálogo que sostuve en la recepción:

“Buenas noches. Tengo problemas con la conexión inalámbrica. ¿Alguien me puede ayudar?”

“¿Dónde tiene su computador?”

“En mi pieza”

“Ah, se está tratando de conectar desde la pieza”

“Sí”

“Lo que pasa es que sólo tenemos guaifai en el lobby”

“Ah, o sea que tengo que bajar al lobby a correrme la paja”

En honor a la verdad, no pronuncié la última frase. Solamente la pensé, pero la experiencia arruinó tanto mi estadía como mis sueños de ser nuevo rico por una noche.

-GB

1 comentario:

Lluvia dijo...

Que estilo tan irónico, escribes muy bien!

besos