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martes, 10 de marzo de 2009

episcolario: no soy memo

No soy Memo. No estudié periodismo en la Católica de Santiago, sino en una privada cuando aún funcionaba explícitamente como puesto de avanzada del momiaje más vomitivo. Ejemplo, algunos de mis profesores manifestando en la venida a menos calle Valparaíso de la V región –hace algunos años el mall Marina Arauco, a un par de kilómetros de allí, la ha sumido en una decadencia sin retorno, y eso que el mall no tiene flippers, ni cocolocos, ni adivinos, ni imitadores de Vodanovic– exigiendo el retorno de pinocho con el mismo fervor que esperan la parusía.

Me atrevo a tomar el guante que Memo, al menos a nivel no telepático, no ha recogido porque en calidad de periodista y, claro de estudiante de ciencias de la información social, es un deber deontológico onanístico compartir el paralelismo de experiencias.

Creo no haber sido el único estudiante que le tocó analizar el caso del “avión presidencial”, el wena Naty de los noventa. El profesor era un mequetrefe peinado a la gomina que no tenía reparo en señalar que a los 40 años vivía con su madre, que llegaría virgen al matrimonio y que dormía con un oso de peluche, táctica encubierta para sacar un suspiro de algunas compañeras que veían en eso un genuino acto de ternura varonil (suspiro que me imagino luego complementaba sus toqueteos nocturnos), mientras los escasos estudiantes hombres de la sala hacíamos concursos del vello púbico más largo sobre una hoja blanca de cuaderno de matemáticas. El guatón Gonzalo, hoy profesor en 2 universidades, ocupó 12 cuadrados con uno de los pendejos más grandes nunca vistos ni registrados en ninguna descripción calenturienta que yo ni ninguno de los organizadores de tan prestigiado concurso haya visto. En esa discusión tuvimos el privilegio de contar con una compañera que no entendía lo que era el sexo oral. En plena época del chacotero sentimental, para hacerla entender se nos ocurrió utilizar la alegoría de la “conferencia de prensa”, en el recreo por supuesto. Mala idea. A ella se le terminó de confundir todo (¿el mundo estaba tan avanzado para que se realizaran conferencias de prensa en vivo y en directo a más de 10 mil pies de altura a miles de personas? ¿Acaso el presidente había utilizado palabras sexuales oralmente para dirigirse al público? Si era así, eso era un acto éticamente muy grave, a todas luces repudiable).

A este mismo bufón bastaba colocar en la bibliografía de nuestros trabajos, Cifuentes, Ramón, Mitos y verdades de la ética periodística, editorial Porrúa, España, 1992, o el célebre y manoseado Céspedes, José Manuel, Sobre el origen de la ética periodística, ediciones del Castillo, Madrid, 1994 (reconocíamos en nuestras invenciones cierto privilegio por autores españoles) para esquivar holgadamente el examen final, tener testimonio escrito de la ignorancia del profesor y de que, al fin, el tema en cuestión en su génesis, objetivos y resultados es la más grande idiotez creada alguna vez por los encargados del diseño de mallas curriculares en todo el mundo.

El equipo de profesores de periodismo se componía de una momia televisiva que trabajaba hace un par de siglos en canal 4 (para aquellos que no viven en la playa, como denominan a mi querida costa los santiaguinos, UCV TV, canal 5 si no me equivoco) mentor de la mano peluda, Tongas y otros grandes hits de nuestra niñez; una profesora de “periodismo científico” que nos hablaba de Aristóteles, en un intento sudado y frustrado por ir a las bases de algo, y luego refiriéndose a lo que ella creía otro filósofo nos decía “por otra parte el Estagirita, otro pensador griego contemporáneo a Aristóteles …” (que nació en Estagira, de ahí el seudónimo); la hija del difunto comentarista de internacional de canal 13, contemporáneo de JM, y mentor de eximios analistas políticos como Karin Ebensperger, la Thomas Friedman nacional. Lo único bueno que tenía esa señora eran sus salidas de madre cuando intentábamos con un compañero bajarle el perfil, denostar encubiertamente, a su progenitor; un marino, “experto” en comunicación con doctorado en Navarra, que de las 18 sesiones que tenía que darnos, nos dio sólo 4, aún luego de comprometerse en la primera clase –luego de cuestionar su muy débil exposición del refrito concepto de “aldea global”– a transformarnos en los egresados de periodismo más capetas en teoría de la comunicación de Chile.

Además de penca, mentiroso y ladrón. Un comunicador audiovisual, compulsivo y paranoico, con el cual un compañero salió de copas una noche en la que terminaron en un prostíbulo del Puerto y el tipo en una actitud muy extraña, no se sabe exactamente con qué fin más que el de humillar, les hablaba a las anfitrionas sobre Nietzsche inquiriéndolas sobre si se habían leído o no el Anticristo. Por último, un aún aspirante a abogado, de más de 50 años, que trabajaba en el archivo de un diario local entre microfilms y naftalina, que nos hablaba de los modernos sistemas de organización de información en fichas de papel, tesauros y otros soporíferos que hicieron que nuestro concurso de vellos tomara aún más fuerza y, en un hecho inédito, que incluyera a una compañera. Protegiendo su dignidad, ella obtuvo su muestra en el baño de la universidad y no en la misma sala. Por ello, aún dudamos de que el exponente que presentó oficialmente, que alcanzaba los nada despreciables 9 cuadrados (relegando a unos cuantos varones a la Primera B del Campeonato trimestral de vello púbico), haya sido de ella y no uno huérfano que naufragaba en uno de los tantos retretes de la sede de la universidad.


En fin, hay mucho que decir, sin embargo, es la primera vez que me sumo a este trabajo epistolar, que me merece un grandísimo respeto. Reconozco que sus intercambios me hacen a veces reír casi tanto como los del grasoso Ingatius Reilly (sobre todo en los que refiere a cuestiones de honor salchichesco) y Mirna Minkoff.

Hasta pronto, espero.

pisodos@blogspot.com

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