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jueves, 17 de enero de 2008

Episcolario 3

Don,

Me he reído de buena gana con tus impresiones sobre Chile, pero no me deja de sorprender tu alta preocupación por el debate patrio (o sea, la farándula). Si hubiese sido yo el que se fue a vivir a Washington, me habría olvidado ya rumbo a Pudahuel de quién es Viñuela, el Chico Pérez o Mauricio Israel. De hecho eso trato de hacer, evitando –por todos los medios posibles– exponerme a la televisión o a Las Últimas Noticias. Sin embargo, estando acá, es imposible abstraerse e igual termino sabiendo algunas de las andanzas de famosillos de poca monta.

La decisión de nunca más ver televisión chilena fue gatillada por la indigestión que sufrí esos días en que jugó la selección. No fui al estadio (julio martínez) y tuve que ver los encuentros por TV. El patrioterismo barato propio del fútbol, sumado a la campaña de la Teletón, dispuesta justo para esas fechas y transmisiones, me provocaron una irritación intestinal terrible, que incluso hoy, escuchar la palabra “chileno” (léase en tono de cántico de estadio) me da náuseas.

O sea, te cuento, me encuentro totalmente fuera del debate público, porque ya tampoco me banco leer las conspiraciones de La Tercera ni las fomedades de El Mercurio. Prefiero –sin duda– leer los componentes del shampú mientras cago (que siempre fue la noble y simbólica instancia en la que me hacía parte del quehacer chileno y mundial). Esto me recuerda mi idea de escribir microcuentos para diversos adminículos de baño. Sería un éxito, aumentarían exponencialmente los índices de lectoría (y las consultas por hemorroides), o al menos los resultados serían bastante más auspiciosos que los que se proyectan para el maletín literario. Si ningún editor nos pesca pronto, podemos ir a vender la idea a la industria química y cosmética.

No quiero ser majadero, pero me es indispensable comentarte lo del nuevo nombre del Estadio Nacional. Alguna vez acuñé la frase “la condición simpsoniana de la existencia” y –creo– aplica a la decisión de ponerle Julio Martínez al principal coliseo deportivo del país. Es sacado de Los Simpson. Ya veo el guión; muere Kent Brockman, Springfield sale en procesión, ocurre la canonización y el alcalde Diamante –para tapar su ineptitud al manejar la salida abrupta del equivalente a su ministro del interior– bautiza el estadio de la ciudad con el nombre del inimitable periodista.

Sería cómico, sino fuera porque es indignante. Para mi, el último periodista que merece el nombre de algo público es Marat, el de la Revolución Francesa. Después de todo ningún colega (en especial los dedicados al deporte) puede esperar aplausos por el desempeño de un oficio que requiere –en su escencia y constitución– de escrúpulos evanecentes, vanalidad pétrea y una altisonancia en el lenguaje indirectamente proporcional a la solidez de los argumentos, además de un desprecio absoluto por el tiempo propio, que muy pocos seres humanos logran (y los que lo hacen sin ser periodistas, al menos ganan plata, lo que los redime).

Gracias a Los Simpson no comparto tu tropicalofobia. Es decir, considero que es bastante universal un comportamiento humano simiesco, dadas ciertas circunstancias. Los alemanes con Hitler, los británicos con la cerveza, los gringos con su bandera, y así. O sea, discuto que nuestros países sean los reservorios de la estupidez humana, aunque nuestra natural inclinación a la exhuberancia haga que se note más.

Sobre las grandes diferencias entre subculturas del país, creo que –por lejos– la más interesante es la que divide a pelolais de pokemonas. Es más, ahí se juega el destino del país.

Para el año nuevo fui a una fiesta pelolais en Las Condes y quedé absorto. Había cerca de 200 pendejas cuya principal preocupación era conocer el pedigrí de los asistentes (a menor pedigrí, mayor potijuntés). Abordé a una, y la primera pregunta que me hizo fue de qué colegio salí. De inmediato comprendí que no había caso, que había un abismo insalvable, no porque el “manuel de salas” sea picante (que lo es), sino porque nunca me podré adecuar a alguien cuya primera aproximación para conocerte sea esa. Tienen una manera muy rara de olisquear esas niñas.

De pokemones cacho aún menos, pero de primeras me cae bien que sean desfachatados y desprejuiciados, y por sobre todo, que tengan una expresión tan, pero tan fuera de referente con el mundo adulto. Ya me tocará charlar alguna vez con alguno. Si se diferencian, así como creo, de las pelolais, mi voto va pa ese lote.

Lo último, ayer vi Apocalipto de Mel Gibson, pese a que juré nunca más en la vida ver algo de ese insoportable, y confirmé todos mis prejuicios. Nunca había visto una película tan mala leche, cuyo subtexto, todo el rato, era dar cuenta de la pesadilla cultural y religiosa que supuestamente era la vida precolombina maya. No puedo dejar de hacer el paralelo con "La Pasión de Cristo": mientras su dios (el de Gibson) era un dechado de virtudes beatíficas, el clero maya queda como un grupo perverso y manipulador, sediento de poder y sangre, el que será destronado –para alivio del espectador– por los europeos que desembarcan al final de la película, salvando al protagonista y su monógama familia (y con eso a todo el pueblo maya), quien antes debió escapar del sacrificio humano (gracias a un eclipse, cuando ya estaba listo pala foto), de una pantera y de unos guerreros apolíneos invencibles (musho).

En común, ambos filmes rebozan de una violencia definitivamente morbosa (la sangre de utilería debió ser un significativo ítem de presupuesto para las dos películas) y comparten un sentido barroco, militante, religioso y sanguinario, muy similar al arte de los jesuses claveteados y sangrantes que podemos ver en las iglesias más añosas.



Eso.

Andrés

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