Por Juan Carlos Santa Cruz desde Roma
Palabras Preliminares
En la medida que me lo vaya permitiendo la vida, mi estado de ánimo, esta ciudad y Andrés. Les haré llegar algunas palabras de mi paso por estas tierras, bajo el nombre “Crónicas de un Lobo Estepario”. Lo que se reune con el nombre de “crónicas”, no es muy distinto a lo que recogían los exploradores de fines del siglo XV y comienzos del XVI, simplemente desvaríos, anécdotas sin mayor trascendencia, prejuicios, obsesiones, visiones personales y experiencias particulares. Es decir, un poco de vida filtrada.
Capítulo 1°: Entre Asterix y la Carmela de San Rosendo
(6 de noviembre de 2007)
Con el cansancio a cuestas, como arrastrando el polvo de los miles de kilómetros recorridos, después de 23 horas (17 horas en el aire y 6 esperando en los aeropuertos de Santiago, Sao Paulo y Milán), finalmente me vi en el Aeropuerto Fiumicino un día jueves, 1 de noviembre. O si se quiere, en el Aeropuerto Leonardo da Vinci, pero como era de esperar poca gente lo llama así, en un fenómeno no muy distante al que ocurre con Pudahuel.
Pues bien, era tarde, al rededor de las 5 PM, ya oscurecía, y obviamente nadie me fue a recibir. La versión pos-moderna y masculina de la Carmela de San Rosendo había llegado a la “ciudad eterna”, sin saber que diablos hacer. Luego de muchas vueltas, y consultas varias, logré dar con mi maleta, roja, enorme y pesada. Con más personalidad que calidad lingüística, pude averiguar donde estaba la salida (la correcta, obvio), dónde salían los trenes y cuánto costaba el bendito boleto. Me movía con seguridad, tal como hizo Asterix cuando vino a Roma, sin tener idea donde ir, pero decidido. Medio cagado de sueño, medio desorientado, pero con la parada del que sabe exactamente lo que está haciendo.
Cansado, con sueño y un apetito voraz, preso de una sensación de cuerpo cortado bastante parecida a la caña y la necesidad de una ducha, tuve que esperar hasta las 17:57 a que saliera el trencito, que en 45 minutos me iba a dejar en medio de la ciudad, por fin. Primera sorpresa, el trencito costaba 11 euros, es decir 7.700 pesos chilenos por un cagón boleto de tren del aeropuerto al centro. Segunda sorpresa, nadie revisa si uno tiene o no boleto, y perfectamente podría haber subido sin pagar. En una actitud bien criolla, apelando a la necesidad de fomenar las tradiciones culturales, la identidad en un lugar extraño, debí haberme hecho el weon y no pagar. Pero no, me las di de civilizado, de weon correcto, para no seguir alimentando la idea de que somos una tropa de inadaptados, y pagué los putos 11 euros y nadie vino a revisar mi boleto.
Finalmente llegamos a Termini, el lugar donde llegan los trenes en Roma. Que nombre más sugerente para un terminal, literalmente “Términos”. En Termini, nuevamente, nadie me vino a recibir. Pero esta vez era diferente, todo era más rápido, algo más caotico. Abandonada la cadencia lángida de los aeropuertos, me enfrenté de sopetón a la locura de un lugar que era terminal de trenes, buses, metro y taxis, y un pequeño Centro Comercial, a la vez. Esto era, definitivamente muy cercano a lo que Asterix y Obelix deben haber sentido cuando llegaron a buscar los laureles del César, o la Carmela cuando bajó del tren y se paró en Estación Central. Simplemente no cachar nada. Algo me dice, que la Carmela y Asterix tienen más cosas en común que sólo las trenzas.
Pues bien, así fue mi llegada al primer mundo, al destino de todos los caminos, a uno de los orígenes de nuestra cultura. De una pequeña aldea indomita, como Asterix, o desde el campo a vivir en la ciudad, como la Carmela. De pronto me vi parado, sin saber que hacer, pero con una gran sonrisa en el rostro. No tenía a Obelix, al lado, pero tenía a mi maleta, gorda y pesada, a quien le hablaba sin recibir respuesta (por suerte). Caminé, busqué un teléfono para llamar al tío de la Pancha, no se muy bien para qué, quizas porque soñaba con que al viejo se le ablandaría el corazón y dijera “pobre cabro, debe venir cansado y con hambre, vamos a socorrerlo”. No dejaba de soñar.
Mientras tanto no cabía en mi provinciano asombro, y eso que no había visto nada aún. Pero bueno, la mitad de los teléfonos no recibían monedas y la otra mitad estaban malos. Sin llamar a nadie, y apelando al lema de enfrentar la vida con hidalguía y coraje, caminé por la noche romana, con la espalda hecha mierda, los 30 kg de la maleta roja colgando de mis manos, y el cuerpo destruido y con hambre. Caminé lento, pasé por delante de unos policias fumando, de unos mendigos acomodándose en un recodo, de infinidad de africanos que se congregaban quien sabe para qué. Cruce un patio de maniobras de buses, un estacionamiento de autos con gentes subiendo rápido a sus coches, y finalmente llegué a una gran calle, y me dejé llevar por donde mi pasos me llevaran.
Mucha basura en las calles, uno que otro sujeto tomando en la via pública, mendigos pidiendo dinero, otros preparándose para dormir en la entrada del Metro, tapados con mantas y cartones, y abrigados con algún perro callejero. Por todos lados la presencia del Tercer Mundo, exigiendo su pedazo de torta, mirando con ojos desconfiados, con la mirada del que sabe que no lo quieren, del que se siente perseguido y al que todo el tiempo lo hacen sentir “stranieri”.
Un poco más allá, se adivinaba la situleta de las ruinas de unas termas de poco más de 2.000 años. Mas allá se veían iluminados, edificios enormentemente monumentales, fachadas continuas, detalles constructivos desproporcionados, junto a negocios pequeños y tiendas de poca monta. Finalmente, llegue casi por inercia a un lugar donde dormir, entre hindúes discutiendo (bien podrían haber sido pakistaníes o bengalíes), andamios sujetando edificios en restauración. El Hotel Papa Germano, escondido, sobrio, limpio, tranquilo, y con Internet y desayuno. Boté mis cosas, me duché, y salí a comer.
A pocos pasos encontré la maravilla de las pizzas por kilo. Entre 6 y 9 lucas chilenas un kilo de Pizza. Una en particular, hecha de unos hongos (no como los de Tati, Patolín y Tuki, obviamente), sencillamente exquisitos. Hongos y Mozzarella, con un jugo de naranjas rojas (rara la weaita, pero bien buena). En resumen, por sólo 5 euros (3.500 pesos) me comí 300 gramos de Pizza y me tomé un jugo. Un excelente recibimiento a la ciudad eterna. El primer paso para la conquista de Roma, había sido dado.
PD: (Aclaración: para evitarme complicaciones futuras, emanadas de fluctuaciones del mercado, cálculos engorrosos - del tipo 12.8 x 717 o 3.5 x 689 -, he asumido que el Euro cuesta y costará un buen tiempo 700 pesos)